Yehuda Amijai y las mil muertes

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Poeta de dos mundos: el de la diáspora -nace en Alemania en los años veinte, en la posguerra- y el de Palestina: en los treinta emigra a la Tierra de la Leche y la Miel, Tierra Prometida a los sin Tierra quienes han de ganarla -para ellos y sus hijos- con sangre, sudor y lágrimas. Su ingreso a la Brigada Judía durante la Segunda Guerra Mundial habla de participación, de compromiso.

Poeta de su mundo -tramado por sus propias experiencias y la de sus semejantes cuenta y recuenta, a su manera la de un poeta de vanguardia- lo que podría desaparecer para siempre; lo que debe permanecer en el papel. Ajshav uve iamim ajeirim (Ahora y los otros días) nace en los cincuenta conmocionando las letras hebreas. En su poesía se mezclan elementos, podríamos llamarlos, modernos: el empleo del habla cotidiana, expresiones populares, el humor, la ironía, la antisolemnidad por inflijo, aparentemente, de la lengua inglesa que conoce bien.

Polifacético escribió cuento, drama, novela y libretos radiales. Original, se caracteriza por entablar un fino diálogo entre las fuentes bíblicas del ayer y lo actual, modelo a seguir para las jóvenes generaciones.


En el ámbito de la poesía, verbigracia, en Ve merjak Shtei Tikvot (En la distancia: dos esperanzas) logra su cometido: cimbrarnos con pocas -en pocas palabras-, ligando el ayer- la aparición del cardo ardiente a Moisés, señal de promesa- y la guerra en Israel, donde el cardo es, el combatiente muerto calcinado: la segunda esperanza, que no es tal, tan sólo una desmesurada ironía. Transcribimos:

A la distancia, dos esperanzas de la guerra, vislumbré la paz. Mi cabeza, fatigada, necesita caminar, mis pies sueñan la paz. El hombre calcinado dijo: ‘Soy el cardo encendido, calcinado, acércate, se te permite, no te descalces… Este es el lugar…

Makom, en hebreo; una dilogía, un hablar doble: es el lugar donde Yavé, el Dios de Moisés apareció; también, el lugar de la esperanza frustrada: la muerte donde no hay lugar para vivos, ni para su Creador. En la Biblia, agregamos, se le pide a Moisés que se descalce en lugar santo; en el poema de Amijai, no tiene más caso. En apariencia se apela a dos esperanzas: en la realidad, tan sólo resta la muerte, un futuro frustrado.

Ya en el ámbito de la prosa, en Las muertes de mi padre, Amijai es fiel a sí mismo: escritor del Holocausto, así como de las batallas del ayer bíblico y de la época moderna a partir de la Guerra de la Independencia va y viene en el tiempo, entablando coordenadas aparentemente imposibles, de manera digamos lógica, mas no en la memoria individual y colectiva.

En dicha historia, el protagonista vivencia las muchas muertes de su padre, un hombre triste y marcado por su historia, paralela a la de su pueblo. Su primera muerte tiene lugar en día santo, en Iom-Kipur; esa es la primera muerte que recuerda -aún niño- ligada, entre paréntesis, a la Guerra de Yom Kipur cuando la muerte tocó a la puerta y hubo que enfrentarla:

“En aquel Iom Kipur estaba delante mío, tan ocupado con su Dios de los adultos, enteramente blanco en su mortaja. A su lado, todo era negro. En el sitio que ardió la hoguera, quedaron sólo piedras negras. Se fueron la gente que cantaba, que bailaba en torno a la hoguera, y quedaron sólo las piedras negras, y quedó también mi padre, envuelto en su mortaja blanca “Mi padre resucitó -nos cuenta- y al anochecer comió, después de la oración de “Neilá”.

Y luego agrega, lo que sería el destino de su padre, y directamente -por ser su hijo- del suyo, y el de sus congéneres judíos, víctimas de prolongadas muertes, acompañadas de continuas vueltas a la vida “Mi padre murió tantas veces más, y sigue muriéndose de tanto en tanto”.

Y relata, en retrospectiva, la muerte de su padre en tiempos idos, verbigracia, durante la Primera Guerra Mundial, cuando por espacio de cuatro años su padre murió en la guerra, cuando participó de muchas batallas y a menudo figuró en la lista de los muertos.

“Pero la muerte no apretó los botones de su sangre luminosa y mi padre no murió de verdad” -aclara-. Pues murió cuando colocaron guardias frente a su tienda, para que nadie comprara en ellas; cuando abandona Alemania para ascender a la Tierra de Israel, muriendo con él todos los años que habían sido. Y cuando verdaderamente murió, Dios no supo si verdaderamente había muerto -nos dice-.

A su hijo no le queda más que ser testigo de sus muertes presenciadas o no, mas siempre contadas y recontadas por él como una Meguilá siniestra. Y finalmente, no sabe qué actitud tomar frente a la muerte definitiva de su padre, cuando fallece del corazón, aunque el cardiograma recién aplicado, no evidenciara ningún mal aparente.

Y muere como judío y bajo el ritual judío, el respetado generación tras generación: a la purificación, le sucedió el entierro, el duelo… ¿Y el ritual para sus tantas otras muertes? ¿Para la muerte simbólica de sus antecesores? Está contenido en las páginas de esta historia de agonía heredada, de muerte y de retorno a la vida: de esperanza. En este caso parece haberla.

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