En Israel estamos asistiendo a una gran crisis de nuestro sistema democrático. El populismo barato convirtió al régimen en una falsificación. Los extremos triunfan aunque sean minoría. Quienes se consideran invencibles en la urnas fomentan el miedo y el odio entre nosotros en nombre de la legalidad. Los corruptos nos hablan de honestidad.
Se justifica la perpetuación en el poder en nombre del pueblo soberano. La ciudadanía pasa a ser una mera ficción. La representatividad es una palabra vacía. Se acercan elecciones y los políticos, anclados cada cual en su carrera, no miran más allá de sus narices y de sus intereses personales inmediatos.
¿Es responsable cerrar los ojos y hacerle juego a esa decadencia? La defensa de nuestra democracia impone decir la verdad y hablar de lo políticamente incorrecto. Llegó el momento de plantear, más allá de la coyuntura, aquello de la “calidad de la democracia”.
Nuestra democracia exige buena ciudadanía. Hablar del pueblo como abstracción útil para hacer discursos, apelar a su soberanía y endiosar esos conceptos, son las grandes excusas de Netanyahu para acceder al poder y ejercerlo sin responsabilidad. Sin embargo, lo que tenemos no es un pueblo como entidad política activa, consciente, como fuente del derecho a mandar, como clave de la representatividad. Lo que tenemos es un público que mira el espectáculo, que responde a las sugestiones de la propaganda, que aplaude y reclama en manifestaciones a las que va para aprovechar ver a los amigos.
La democracia nos exige, además, calidad individual, juicio crítico, un poco de convicción y mucho menos sentimentalismo. Y eso implica hablar de las peras del olmo: educación, más apariciones directas en los medios y menos publicidad. Implica veracidad de nuestros dirigentes, realismo en las ofertas. Implica asumir que la democracia es cuestión de personas, de votantes de carne y hueso que reclaman seguridad tanto si trabajan en Barkán o si viven en la frontera con Gaza. Supone aceptar que quien debe decidir, quien debe juzgar, no es el tumulto del que se sirve Bibi para esconder sus intereses y las causas de sus investigaciones.
Nuestra democracia exige buenas reglas. Las leyes aprobadas en la Knéset no pueden ser excluyentes, no pueden ser manifiestos partidistas ni herramientas del poder. Deben ser instrumentos claros, leales, estables, coherentes, que articulen los legítimos intereses y derechos de todas las personas, que hagan posible que el sentimiento de justicia, seguridad, igualdad y solidaridad, sean cotidianos, cercanos a cada uno.
Las buenas reglas exigen buenos legisladores, cuyos horizontes rebasen los marcos partidistas y las consignas electorales. Exigen administradores públicos honrados y jueces íntegros e independientes, aunque sus fallos, a veces, exasperen a nuestro gobierno.
La principal virtud de la democracia – la tolerancia – es, al mismo tiempo, su mayor debilidad. El electoralismo, el populismo y el estilo de Netanyahu apuestan a la intolerancia, a la descalificación del adversario, a la condena rotunda. Su forma de hacer propaganda es un recurso de exclusión que llena el imaginario colectivo de preferencias sesgadas, de un ángel salvador, de sonrisas falsas, de promesas mentirosas. Si uno mira objetivamente los noticieros, puede concluir que en el Israel político de hoy no hay adversarios ni competidores legítimos; existen sólo enemigos; y eso deteriora nuestro régimen y lo descredita.
Nuestra democracia, para persistir y mejorar, necesita una infraestructura cultural mínima – un sistema de valores – que más allá de los anuncios programáticos de partidos y movimientos, y muy lejos de los discursos, determine la conducta de cada ciudadano, que apele inconscientemente a su ética cívica, y que permita que cada individuo mire a Israel como su casa junto a sus vecinos; no sin ellos, porque no se van a ir a ningún otro lugar.
En ese sentido, la vocación por la libertad y la igualdad es uno de los factores que hacen posible la edificación de la democracia. Eso implica que, en cada uno de nosotos, debe existir la convicción de que hay un patrimonio de derechos intangibles a partir de los cuales cada uno decide, acierta o se equivoca, escoge su forma de vida y su estilo de ser; debe existir nuestra convicción de que esos derechos no nacen de la Ley, que son anteriores al Estado, y que las normas legales deben expresarlos en términos jurídicos.
Nuestra democracia no es, por lo tanto, una invención artificiosa que germina sin esfuerzo. El problema está en admitir que las leyes son instrumentos de las instituciones, y las instituciones son hijas de la cultura, y derivaciones de las creencias sobre las que la se asienta la sociedad.
La democracia e Israel son un tema difícil. El punto de partida está en empezar a hablar de la calidad de nuestro régimen, de nuestra calidad de representación política, y no sólo de la popularidad de los candidatos, que es el eterno error que no acabamos de superar.
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