Relato Antinazi

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Hermoso como un león al mediodía
Borges

Quien salva una vida salva el mundo.
Talmud

Herr Kommandant -saludó el sargento Schultz con el brazo en alto. Se lo veía realmente compungido.


El comandante Fritzke ni siquiera le devolvió el saludo. Acababa de levantarse de la cama y de vestirse. Clavó sus ojos en los de Schultz y ladró:

-¿Se puede saber qué pasa? ¿Por qué me habéis hecho llamar a estas horas? ¡Son las tres de la mañana¡

Schultz comenzó a sudar.

-Señor, hemos tenido un… un… -tartamudeó por el miedo a la ira del comandante.

-¿Un qué? -volvió a ladrar Fritzke.

-Un contra… Un contratiempo, señor -acertó a decir.

-¿Un contratiempo? ¿Qué clase de contratiempo? ¿Por qué demonios me habéis despertado? -bramó-. ¿Y qué es ese olor? ¿Y esa música?

-Ahora se lo explico, herr Kommandant.

-Más le vale, sargento. Más le vale.

A través de una extensa galería Schultz condujo a Fritzke a la sala de banderas. Un soldado los esperaba.

-El cabo Neufeld escuchó unos sonidos que procedían de dentro y se encontró así la sala -explicó Schultz al tiempo que abría temblorosamente la puerta.

Una gran bandera blanca con la estrella de David en el centro pintada de azul colgaba de la pared frontal. En medio de la estancia una pira con todas las banderas y estandartes nazis quemados exhalaba todavía un humo apestoso. En una esquina, semioculto, un viejo gramófono repetía sin cesar “Hatikva”. La aguja saltaba antes de terminar la canción, rayaba un poco el disco y volvía al principio. Ni Fritzke ni Schultz entendían la letra en hebreo:

Mientras en lo profundo del corazón

palpite un alma judía,

y dirigiéndose hacia el Oriente

un ojo aviste a Sión,

no se habrá perdido nuestra esperanza,

la esperanza de dos mil años

de ser un pueblo libre en nuestra tierra:

la tierra de Sión y Jerusalem.

El comandante Fritzke explotó:

-¿Pero qué es esto? ¡Mis ojos¡ ¡Ay¡ ¡Mis ojos¡ -gritaba mientras se tapaba la cara con las dos manos-. ¡Mis oídos¡ ¡Mis oídos¡ -Y dirigiéndose a Schultz-: ¡Traidores¡ ¡Malditos traidores¡ ¡Nada más que traidores¡ ¡Os haré desfilar a todos ante un pelotón de fusilamiento¡

-Pero herr Kommandant… -protestó Schultz tímidamente. -¡Ni herr Kommandantni nada¡ ¡Quitad ese trapo de ahí ahora mismoooo¡ -rugió-. ¡Rápido¡

El cabo Neufeld recogió la bandera hebrea y corrió a entregársela a Fritzke.

-¡A mí no, inútil¡ ¡A mí no¡ ¡No quiero ni rozarla¡ ¡Quémala¡ ¡Quémala ahora mismo¡ Fritzke prosiguió con los insultos:

-¡Banda de inútiles¡ ¿Cómo vamos a ganar ninguna guerra así? Cuando se entere el Führer… ¡Malditos¡ ¿Y esa música? ¡Quitad esa música de una vez¡

-No hemos querido borrar las huellas –trató de explicar Schultz.

-¿Qué huellas, idiota? ¡Detened esa maldita música¡ ¡Deteneeeedlaaaaa¡

Parecía que al comandante Fritzke le iba a dar un infarto de un momento a otro. El cabo Neufeld se dirigió a cumplir la orden del comandante pero éste ya había desenfundado su pistola. Disparó contra el gramófono y la bala impactó en el disco, que voló en pedazos. De repente saltaron las alarmas.

-¿Y eso qué es? ¿Se puede saber qué pasa ahora? -rugió de nuevo Fritzke.

El ruido infernal de las alarmas resonaba por todo el cuartel general de la Gestapo. Un soldado llegó corriendo para informar al comandante.

Heil Hitler¡-saludó.

-Déjate de Heil Hitler¡ No estamos para Heil Hitler¡ ¿Qué ocurre ahora?

Herr Kommandant

-Déjate de Herr Kommandant. ¿Qué diablos ocurre?

-Los prisioneros, herr Kommandant.

-¡Que te dejes de herr Kommandant, por el anillo de los nibelungos¡ ¡Ni herr Kommandantni herr nada¡ Los prisioneros, ¿qué les pasa a los prisioneros?

-Los calabozos, herr… Perdón, herr… Los calabozos…

-¿Los prisioneros o los calabozos? ¿Alguien puede explicarme qué está pasando aquí? ¡Incompetentes, que sois unos incompetentes¡

El soldado se armó de valor. Consiguió pronunciar dos frases seguidas sin tartamudear.

-Los prisioneros han escapado, señor. Los calabozos están vacíos.

-¿Vacíos? -preguntó Fritzke-. ¿Qué quiere decir “vacíos”? ¿Acaso ha llegado algún duende y ha liberado a los prisioneros?

-Los calabozos están abiertos de par en par y no hay nadie dentro. Los cabos Meyer y Heinrich están en el suelo. Alguien los ha golpeado.

-¿Cómo que no hay nadie dentro? ¿Qué significa que no hay nadie dentro? ¿Alguien puede parar esa alarma de una vez y decirme dónde están mis prisioneros? -gritó furioso-. ¿Habéis descuidado la vigilancia de mis prisioneros por esa maldita bandera y esa maldita música? -preguntó dirigiéndose a Schultz y a Neufeld-. ¡Estúpidos¡ ¡Más que estúpidos¡ ¡Os han engañado como a niños¡ ¡Os haré fusilar a todos¡ ¡A todos¡ -repitió-. ¿No habrá sido otra vez ese maldito de Weisz? -se preguntó a sí mismo en voz alta.

Entonces notó un retortijón en el estómago.

-¡Ay, mi úlcera¡ Otra vez la úlcera. Mis pastillas. Necesito mis pastillas. Ese maldito va a acabar conmigo. ¡Te atraparé, Weisz¡ ¡Me las pagarás todas juntas¡

En las catacumbas de Praga, no muy lejos del río Moldava, Ari Weisz y David Jaroslavski acomodaban a los presos liberados. Para pasar la noche les proporcionaron unos jergones. Tanto Ari como David sonreían satisfechos.

-Cuando Fritzke se entere de lo que hemos hecho se le va a reproducir la úlcera -comentó David, divertido.

-Lo que se merece es la muerte, como Heydrich -replicó Ari-. Que vuele por los aires en pedacitos. ¿Cuándo tendremos más explosivos?

-La semana que viene.

-¿Seguro? -quiso confirmar Ari.

-Sí -aseveró David.

-Perfecto. Entonces la semana que viene volveremos a hacer más sabotajes y a hacer volar a nazis por los aires. ¿Nos encontramos aquí por la mañana?

-Sí -confirmó David-. Ahora tengo que irme.

David debía reunirse con su novia Hannah.

-Hasta luego -se despidió de Ari.

-Hasta luego -respondió éste -. Ten cuidado.

Ari Weisz se tumbó en su jergón y a la luz de una vela reanudó la lectura de su escritor favorito, Scholem Aleichem. Sólo había podido salvar uno de sus libros, el volumen de relatos “Dos antisemitas y otras narraciones”. El título era un acierto porque ese relato, “Dos antisemitas”, era el mejor de todos. Ari nunca se cansaba de leerlo. En él, Max, un judío que viaja en tren a Kishinev, en Besarabia, se tumba en su compartimento de segunda clase (el que solían usar los judíos rusos, no tan ricos como para ir en primera, no tan pobres como para ir en tercera) cubriendo su rostro con un ejemplar del diario antisemita “El Besarabiano”, para tratar de evitar que otros judíos ocupen el compartimento y lo molesten. Pero el diario le resbala por la cara y deja al descubierto su gran nariz semita. En una de las paradas otro judío, Patti, sube al tren y se tumba en los asientos de enfrente de Max realizando la misma operación, es decir, cubriéndose la cara con un ejemplar de “El Besarabiano”. Los dos judíos duermen plácidamente sin ser molestados por nadie y al despertar se contemplan el uno al otro con curiosidad. Los dos supuestos antisemitas son en realidad judíos. Patti comienza a silbar una conocida canción infantil yiddish. Max la reconoce. Ambos terminan cantando a coro el estribillo:

El rabino se sienta

con los niños y recita con ellos

el alfabeto.

Ari esbozó una sonrisa, cerró el libro, apagó de un soplido la luz de la vela y se durmió casi inmediatamente.

Acerca de Gustavo Luengo

Gustavo Luengo. Español de Toledo. Trabajó para el gobierno regional de Castilla-La Mancha. Ha trabajado también en Chile. Actualmente reside en Panamá. Ha escrito poesía, teatro y novela. Acaba de terminar un libro infantil para el que está buscando editor.

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