Se descorre el velo

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Estoy agradecido con los hermanos Granaya. Ellos le dieron sentido a mi retorno a mi Patria. Estaba decepcionado, solitario, sin saber en que ocupar mis días. Una década de separación es mucho tiempo, si deja uno a parientes y conocidos. El matrimonio, los hijos y el trabajo modifican a todos. Los afectos y sueños comunes se desvanecen y surgen otros distintos que se disparan con rumbos opuestos.

Mi rutinaria vida se ha fundido con la de la Posada Familiar Greta. El trabajo burocrático, el dominó, tomar el café con los amigos, comentar las últimas noticias, pasear, ver las multitudes comiendo y bebiendo hasta embriagarse en los Jardines Festivos, todo eso colorea un poco mi vida, pero mi atención se ha centrado en averiguar lo que pueda sobre los tiranos y eso no lo podría encontrar, cuando todo lo publicado ha sido manipulado o censurado. La única fuente clara, paradójicamente, estuvo en la casa de doña Greta y en alguna confidencia hecha por Carlitos P. Aladar, pero éste a veces peca de discreto. Con todo ello me he forjado una imagen de la vida de los sátrapas.

Nicodemus De Plá, ha venido a proporcionarme nueva información, muy tendenciosa, pero leyendo entre líneas algo se averigua.


Hace un mes y pico, esta tranquila atmósfera sufrió una resquebrajadura por causa de unas baldosas mojadas. Graco resbaló, se golpeó la cabeza y quedó inconsciente. Inmediatamente fue llevado a una clínica. tardó en recuperar la conciencia y el habla. Al salir de la clínica ya no podía mover todo un lado del cuerpo y hablaba con dificultad. Sentado en un sillón es un mal paciente, mandón, grosero, sobre todo a la hora de la comida. A cada platillo le pone peros. Como difícilmente sostiene la cuchara, hay lo menos tres dramas al día.

A doña Greta le tiemblan las manos y no puede darle la sopa. Las muchachas se niegan a hacerlo, porque entre cucharas son manoseadas. Su fiel amigo Nicodemus viene a veces y le da de comer. A mi también me ha tocado hacerlo, come sin quitarme los ojos de encima, lo cual me incomoda. Su amigo de la infancia, ha sugerido a su guardaespaldas le de comer a Graco, pero éste lo rechaza. No escatima gastos, le ha puesto un cuidador y ha hecho traer una fisioterapista de Suriname, una corpulenta holandesa, que de inmediato hizo una evaluación y procedió a darle terapia. Graco, a la tercera sesión le metió mano a la señora y recibió dos bofetones al instante y una reprimenda en holandés que lo han dejado tranquilo.

Anteayer, cuando yo le estaba dando de comer, pues no vino el cuidador, comenzó a hablarme con cierta dificultad:

– Míreme -dijo- yo podía darle a la diana disparando con la derecha o la izquierda, y ahora míreme -le dí otras cucharadas y después de tragar agregó, casi llorando- me está castigando Dios, por lo que hice.

De pronto, de alguna manera, me tomó el brazo y me inmovilizó con su brazo sano, diciendo:

– Me tiene que escuchar, no sé si voy a salir de ésta -agregó con dificultad- usted es gente seria y buena y me voy a confesar con usted. En nadie confío. Tiene que oírme -sin poder zafarme, con el rostro casi pegado al suyo asentí con la cabeza y entre sofocos prosiguió- Tramafato no murió al resbalarse con su vómito en el baño. Cuando yo entré estaba semiinconsciente tirado, sin poder moverse igual que yo. Yo entré al pabellón de visitas ¡porque entré aunque estuviera atrancado por centro!, entré por un refresco. Tengo llave para entrar por un pasadizo. En la bodeguita de herramientas del jardín, hay una puertita al fondo, no se nota. Entro, abro y hay un pasillo como de cinco metros. Lo recorres, llegas a otra puertita, la abres con la misma llave y estás en un armario atrás de la ropa, y estás en el pabellón -tomó resuello, yo seguía inmóvil junto a su rostro, casi sin respirar para evitar su aliento, siguió:

– Iba a la cocina y vi luz en el baño. Me acerqué sin hacer ruido. ahí estaba Tramafato tirado en el suelo. Inmediatamente me dí cuenta, vi la huella del resbalón en el vómito, algo de sangre atrás de la nuca. Las manos sobre la bota izquierda vomitada, la pierna doblada sobre la rodilla derecha. Era obvio, borracho se la quiso quitar, se resbaló y ¡para abajo! -volvió a hacer una pausa. Yo también respiraba con dificultad. Siguió:

– Me recordé ¿cuántas veces lo tuve que cargar borracho? ¿cuántas veces lo tuve que desvestir vomitado? ¡una vez me vomitó mientras lo cargaba! ¡y ahora estaba pagándolas! Abrió los ojos pero no se podía mover, estaba como pegado con cola al piso, de pronto me ordenó “Levántame”. Yo también seguía inmóvil, pero por mis recuerdos. Toda una vida cargando con este desgraciado. Primero aquí en Jodonia. Cargando con él en cantinas y casas de putas y luego, para colmo, me manda al yate a Montecarlo a cuidar a sus imbéciles hijos. Tantos años, tanto tiempo -calló y luego siguió. Ambos sudábamos copiosamente:

– Volvió a ordenarme que lo levante y él todo vomitado y yo no podía moverme. Algo me detenía. Me acordé de mi linda Serena, mi esposita, se me murió de mal de ausencia, mientras yo estaba en Europa sin saber de ella y apenas regresé, mis hijos se salieron huyendo, ni me reconocían. De todo eso me vine recordando paralizado frente a la puerta del baño, casi se me salían las lágrimas. En eso Tramafato me gritó: ¡Levántame puerco malasangre de mierda! ¿Malasangre yo? Me llené de furia. Lo iba a patear, pero recapacité. Me di la vuelta, lo rodié sin pisar una gota de vómito, llegué por atrás. Me incliné, tomé su cabeza entre mis manos ¡y lo desnuqué! Salí por el armario como entré -diciendo ésto suspiró y me soltó.

Vi sus manos. Recordé que estaban registradas por la F.B.I.

– Ya lo sabe. Ya sabe porqué estoy pagando… Ya me confesé. Sólo usted lo sabe y en usted confío.

Yo seguía confuso, dejé a un lado la cuchara. Me enderecé sobre la silla, nervioso. No sabía que hacer, tan sólo musité pensativo:

– Bien, usted hizo lo que muchos deseaban hacer ¡ejecutar al tirano! -no se porqué se me salió decirlo. Graco se recostó sobre su almohada, sonrió como descargado de la culpa.

Pasado un minuto el culpable era yo, o así me sentía. Con cuanta ligereza lo había exculpado y aceptado que matara a un hombre, por muy déspota que fuera. Ya me sentía culpable de complicidad, como un juez que ordena al verdugo que ejecute al reo, sin haber escuchado a la defensa. Ese sentimiento vuelve a mi toda la noche. No es fácil llevar a cuestas la confesión de un asesino, sin involucrarte. No soy un confesor profesional que no se identifica emocionalmente con el pecador, y lo mismo absuelve.

Estábamos sentados en torno a una mesa en la terraza, la terapista Edda, Graco en su sillón, yo, y doña Greta, que nos hizo servir un fresco atol de moras y bugambilias. Sorbíamos obligados por nuestra incomunicación. Edda porque no habla español, Greta porque desconectó su aparato para la sordera, yo porque no hablo holandés y Graco porque ya casi no habla. Sorbíamos y sorbíamos. Greta miraba el líquido de su vaso. Edda se distraía viendo la viguería. Yo los miraba a los tres.

Graco echaba miradas lividinosas a la fisioterapista y luego me miraba a mi, como extraviado y luego fruncía el ceño con furia. Una furia que me llena de espanto, furia que, creo, proviene de recordar que poseo su secreto y de que, en cualquier momento, se me puede escapar. ¿Furia o amenaza? ¡Es una mirada amenazante! No puedo conciliar el sueño. ¡Estoy amenazado! A medida que progrese Graco en su terapia corro más peligro. No se me olvida que puede cargar, cortar cartucho y disparar con cualquiera de ambas manos y su pistola está en el cajón del ropero.

¡Es hora de huir de Jodonia!

Epílogo.

Te escribo desde Panamá.

Sintiéndome inseguro he abandonado Jodonia, además ya no hay gran cosa que me ate a ella. Vendí algunas joyas que me dejó mi madre, saqué mis ahorros y volé a esta ciudad.

He convenido con el capitán del carguero Siboney, de bandera panameña, para viajar un año. Pagué parte en efectivo y el resto trabajando en la cocina. Tengo además derecho a un pequeño emolumento que me permitirá bajar a tierra firme y hacer un mínimo gasto. La única ventaja que logré, fue la de tener un camarote propio. Es un cuchitril, pero me permitirá estar solo y ordenar mis pensamientos. Es un pequeño privilegio, pues no quiero, por el momento, involucrarme con nadie, lo que sucedería por fuerza compartiendo litera y cuarto.

No seré un monje cartujo aislado de la sociedad, pero casi.

No te escribiré por algún tiempo, perdóname. No te olvidaré.

Tu amigo.

Trugulio Barbalila.

F I N

Acerca de Jacobo Königsberg

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