Mencionar a Aarón Appelfeld (1932-2018) aviva la memoria de aquellos que, durante años, hemos admirado sus relatos sobre sus tiempos idos y vividos, escritos todos ellos en un hebreo original, articulado con una sintaxis que reflejaba su aprendizaje tardío del idioma. En mi caso ocurre algo más. Fue en el año 1958 en las modestas aulas del Instituto para Madrijim de la diáspora, en el barrio de Katamón, Jerusalén. Allí absorbí las primeras letras del hebreo hasta convertirme en adicto, meses más tarde, de sus múltiples modalidades expresivas. Y a este marco llegó como expositor de la moderna literatura- con particular énfasis en Sh. Agnón – un joven tímido, de vacilante andar en el aula, que pidió ser llamado el moré Appelfeld.
Se perfilaba entre nosotros como un personaje extraño, diferente al resto de los otros morim que nos revelaban las realidades del país o las etapas de la historia judía.
Primero, su apariencia exterior con pantalones amplios y camisa excesivamente ajustada a su delgado cuerpo; después los anteojos que se interponían entre su mirada y el entorno, anteojos gruesos, de otros tiempos; su voz temblaba al leer y sonaba diferente a la que empezábamos a conocer en las calles jerosolimitanas; y su hebreo, en fin, se me antojaba excesivamente literario, un idioma aprendido en los libros más que en el humano contacto familiar.
Sin embargo, Appelfeld no sólo leía páginas literarias y comentaba sus contenidos. Un temblor emocional le recorría constantemente como si el hebreo le dijera cosas y le despertara recuerdos que él – entonces – no sabía si debía olvidar o, por el contrario, recuperar. Felizmente se inclinó por lo último.
En el curso del tiempo le escuché en varias ocasiones. Y sólo una vez me acerqué a él para recordar aquel año en el Majón jerosolimitano. Claramente, su muerte no es punto final. Su presencia está en sus libros y en las múltiples imágenes de los tiempos oscuros que él procuró iluminar.