Anette Cabelli, sobreviviente de Auschwitz: “Me acuerdo de todo, de todo, de todo”

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Existen el horror y la música. Existen la risa y la barbarie. Y todo ello puede coexistir en este mundo. Coexistir: darse al mismo tiempo en un mismo espacio. Lo cual no es sinónimo de convivir. Existen en paralelo: no se mezclan, no se aparean. La naturaleza no les permite disolverse el uno en el otro.

Muchas veces, sin embargo, la música puede suspender al horror, aliviarlo.

Y otras veces, raras veces, con una depravación exactamente inconcebible, el horror puede violar a la música.


– ¿Me cree usted que cuando salíamos había música? Salíamos de la puerta al paso de la música.

– ¿Qué clase de música?

– Alemana. Militar. Así era por la mañana y por la tarde. La música. Pasábamos la puerta con la música. No se puede imaginar cómo es posible que haya cosas así…

(No sabemos a qué puerta concreta se refiere en su relato Anette Cabelli. No se lo vamos a preguntar ahora, para no interrumpirla. En realidad sólo caben dos opciones: la puerta del barracón en el que dormía, o la puerta de los lugares en que trabajó, durante los dos años que pasó en campos de exterminio del régimen nazi, entre 1943 y 1945.)

– Eran doce horas de trabajo, cada día. Lo peor era levantarnos a las 6 de la mañana; con lluvia, con nieve… A esperar a que vinieran a contarnos. Y luego a trabajar. Con la música. A las 7 venía el café [agua oscura]. Pero era mejor mi trabajo, porque había gente que trabajaba afuera con la nieve, y a los dos meses…

Era mejor trabajar a cubierto, como trabajaba Anette, a sus 17 años, en el barracón que hacía las veces de hospital. Consiguió más tarde que la trasladaran a una fábrica, porque en el hospital no estaba rodeada de nieve pero sí de muertos. Muertos que se resistían a morir. “Ya no podía más ver muertos. Porque había cinco personas aquí, y cinco aquí [va dibujando niveles de altura con la mano, uno encima de otro], y a las enfermas que estaban abajo las quitábamos para dejarlas afuera, a que se las llevaran al gas… Las tomábamos por los pies. No estaban muertas aún. Le decíamos [a la guardesa] ‘Señora, está viva aún’, pero no importaba. Y había otras a las que no les funcionaba ya el cerebro, no se daban cuenta de nada. Y ratones así de grandes [dibuja con las dos manos el tamaño aproximado de un gato], que les comían a los enfermos lo poco que les quedaba de carne… Entonces pedí trabajar en la fábrica de bombas. Allí encontré a mi hermano. En los tres primeros meses le habían quitado un testículo. Habían estado haciendo experimentos con él”.

La mujer que está hablando nació en Salónica, Grecia, hace ahora 93 años. Habla un español fluido pero extraño, pespunteado por palabras italianas o francesas cuando no da con el término castellano que busca. Pero algo hay en la manera de construir frases en nuestro idioma que pareciera igual de antiguo que ella misma; quizá más: un castellano viejo de siglos. Anette Cabelli es un ejemplo vivo (vivísimo) de la comunidad sefardí; los judíos, expulsados de la península definitivamente por los Reyes Católicos en 1492, que mantuvieron con una fidelidad irreductible sus raíces hispanas en el destierro. Su propia madre, judía griega, hablaba más en castellano (ladino) que en cualquier otro idioma, ya en el siglo XX. Escuchar ahora el español de esta viejecilla invencible, sentada aquí delante, en el año 2019 –qué tiempo, el tiempo–, provoca un escalofrío atónito, mezcla de remordimiento y de ternura: ni ella ni los suyos, durante siglos, encontraron más hogar que el de una memoria heredada, refugio último ante la persecución, el desarraigo, el frío.

La pobreza: “Yo siempre fui povera”, pobre. Ya antes de que los alemanes entraran en Grecia. Pero durante la II Guerra Mundial “teníamos una ración al día. No había pan. Era maíz. Mucha gente se inflaba y moría. Mucha famina [hambre]. Yo puedo decirle a usted que yo siempre tuve hambre. Le decía a mi mamá, porque yo no tenía papá: ‘Mamá, tengo hambre’. Y la pobrecita decía: ‘No hay más’. El pan que nos daban para cuatro personas se cortaba en cuatro. Decía mi primo: ‘Esto es para Alberto’, mi hermano, porque trabajaba de mecánico de coches. Y yo le decía: ‘Mamá, ¿por qué tiene más él, ¡si yo soy más pequeña!?’. Y ella me daba su parte. Le hacía sufrir cuando le decía ‘mamá, tengo hambre’. La pobre me daba el suyo. Ahí no piensas que estás haciendo mal. Es después, cuando ya me hice mayor.

(Se hizo mayor, esta mujer sin edad. Pero cuando recuerda su hambre de niña, Anette no recuerda: es la niña hambrienta que fue. Está sentada, aquí delante, jugando encerradita en un cuerpo de 93 años.)

– Usted se acuerda de todo.

– Me acuerdo de todo, de todo, de todo… Cómo se pasó… Nos llevaron al gueto. Era un gueto judío de pobres. Estaba cerca de las vías del tren. Pusieron unos [postes] eléctricos para que no pudiéramos salir. Era 1943, cuando el tren iba a Auschwitz y volvía. En Grecia había 65.000 judíos. Ya en cinco viajes no hubo más.

(Según la Enciclopedia del Holocausto, 40.000 judíos de Salónica fueron deportados a los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau entre marzo y agosto de 1943. “El personal del campo mató a la mayoría en cámaras de gas tras llegar”.)

– Entonces se los llevaron al campo.

– Sí, a toda la familia. Antes, un día, en el gueto, vinieron unos alemanes vestidos de negro todo, con collares [correajes]. Y cogieron a mi hermano de 19 años y se lo llevaron. Nunca más lo vimos. No sabemos si lo mataron o lo quemaron. Yo tenía 17, él 19, y el mayor 21 [aquel día se salvó porque no estaba en la casa]. No sabemos lo que pasó.

Los cogieron a los tres: Anette, su madre y su hermano vivo. Los montaron en el tren. El tren de Auschwitz, que llegaba al campo de concentración “a las cinco y media de la mañana”.

Los ladridos de los perros, las luces de los faros, los gritos, el cansancio, el frío. En el momento en que Anette subía a un camión con su madre, separados ya hombres y mujeres, oyó que una sobrina suya la llamaba, “Anetta, Anetta”. Quiso buscarla, y un soldado preguntó a Anette qué edad tenía. “Diecisiete”. Entonces el soldado la bajó del camión y la reunió con su prima y otras mujeres jóvenes. Le salvó la vida, quizás sin darse cuenta, porque el camión en que iba su madre era para las más mayores, a las que gasearían antes (el pesticida Zyclon B) porque “no servían”, dice ella, para trabajar, o aguantar mucho el trabajo allí.

Aquella frase, a la entrada de Auschwitz: El trabajo os hará libres.

–¿Qué es lo que sentía?

–¿Sentía?… Cuando ya vienes en ese tren, y te pegan cuando no caminas, y te ponen el número [tatuado en la piel: presa número 4.065] y llegas al baño y te cortan los pelos, de todas partes… ya no eres más humano. Ya no hay más hombre. Estás irreconocible. No me reconocía ya a mí misma… Desnuda, no tenía nada. Porque una vez que dejábamos la ropa pasábamos sin nada a que nos pusieran el número.

Ya con el uniforme de presa, “una étoile”, una estrella en el hombro: amarilla para los judíos, roja para los presos políticos, rosa para los hombres homosexuales, verde para “los bandidos”, los presos comunes… “Entonces nos encerraron en un bloque durante una semana porque los alemanes tenían miedo de la malaria. Yo también la tenía, siempre tuve la malaria. Estaba siempre enferma. La malaria hacía muchas víctimas, no sólo en Salónica”.

– Habría algún sentimiento, aunque trataran de matarlos también por dentro.

– No había más sentimiento. Porque ya empezábamos a saber lo que pasaba. Había gente que no sabía luchar, como mi sobrina. Estuvo conmigo trabajando en el hospital y siempre lloraba. Y yo le decía: “Lora, no pienses en la familia; piensa en ti. Mira, yo estoy como tú… Esta noche procuraré ir a robar para tener algo más de comida…”. Ya no hay más sentimiento. Sólo se piensa en cómo robar, cómo comer. Porque mi sobrina también, llorando, la pobrecita, tres meses después la cogieron para matarla… Yo decía ‘mañana o después de mañana mi turno llegará’. Siempre era una lucha para tener un poco más de comida. Y entonces… iba a la cocina de los alemanes. Iba no de pie, pero…

– A gatas.

– A gatas, para que no me viera el mirador [vigilante]. Los alemanes hacían carne y tiraban los huesos. Arrastrándome, volvía al bloque y los repartía… Estaba contenta de que podía ayudar también. Era la podre de los huesos. Lo poco para nosotros era mucho. Y también guardaban el pan que no se comían, para después. Entonces, si sabía que había pan, lo robaba. Cuando tenía el pan me lo comía todo. No guardaba para mañana, porque tenía miedo de que me lo robaran…

“Porque, ¿sabe usted? Cuando se tiene hambre no se percibe que tiene hambre. Puedes esperar tiempo sin comer. Beber no es igual. Pero podía estar lo mismo 48 horas sin comer y no importaba, porque comer era… Cuando ahora dicen ‘tengo hambre’, no saben lo que es tener hambre… [Sonríe.] No decíamos nosotros que teníamos hambre, porque no estaba permitido… Había una mujer alemana que me decía hormiga, ‘Hormiga, dónde vas’. Me robaba patatas también. Porque cuando pasaba el poloneso [polaco] con el caballo que traía las patatas al campo, nos poníamos detrás [en cola]. Las manos de sangre por el frío, pero no nos importaba, teníamos dos o tres patatas y nos las comíamos crudas, no teníamos cómo cocinar… Siempre tuve hambre”.

Un día, cuenta en algún momento, se le ocurrió acudir a uno de los médicos de Auschwitz. Esto era “un lujo”, porque en otros campos no existía esa opción. Le había estado doliendo un diente toda la noche. El médico le preguntó “¿dónde tienes el mal?”. La muchacha señaló el diente. Y el médico tomó unas tenazas y se lo arrancó. El mal. “No sé si sabe usted cómo es quitar un diente así, que está sano…”. [Sonríe; mirando bien a los ojos.]

El discurso de Anette Cabelli es trabajoso pero vivaz, vertiginoso y coherente a un tiempo: puede bifurcarse muchos metros en el recuerdo para luego deshacer el camino, volver atrás, como si hubiera ido dejando miguitas de pan que fuera ahora recogiendo otra vez, al desandarlo, para guardárselas, para comérselas luego, o no perderlas nunca. Se le van agolpando las imágenes de otros rostros, otros recuerdos (aquella judía belga, presa desde 1940, que se fugó disfrazada de allí), mientras cuenta otros, pero son muchos, demasiados, y no quiere desatender a ninguno. No quiere dejar atrás a nadie, no quiere dejar atrás a ninguno de esos espectros moribundos que no pudieron aguantar el camino, que no tuvieron su dudosa fortuna, su resistencia inverosímil, que no tuvieron la fuerza suficiente para sobrevivir a la caminata interminable del infierno.

El 18 de de enero de 1945, recuerda con exactitud de búho, “ya están los rusos” allí: podían intuirse los aviones del ejército soviético evolucionar en el cielo nocturno, iluminados por los focos del campo de concentración. La guerra estaba perdida para Hitler. Los oficiales de las SS desmantelaron como pudieron Auschwitz-Birkenau, desalojando a los vivos en condiciones de andar, rematando a los no-muertos y tratando de no dejar rastro del gigantesco mausoleo erigido durante años: se estima, el saldo del asesinato masivo sólo en ese campo, en alrededor de 900.000 judíos, 74.000 polacos, 21.000 gitanos rumanos, 15.000 prisioneros de guerra soviéticos y otros 15.000 presos de otras nacionalidades. Para cuando llegaron las tropas rusas, sin embargo, aún quedaban alrededor de 7.000 prisioneros vivos.

Anette Cabelli y algunos miles más salieron de Auschwitz-Birkenau (muchos descalzos, en la nieve), en dirección al campo de Ravensbrück, a 90 km. al norte de Berlín (allá donde, en 1942, se había instalado, por ejemplo, un sub-campo preventivo para adolescentes y niñas, y donde también habían acabado muchas disidentes políticas del III Reich). “Este andar se decía la marcha de la muerte, porque teníamos que ir a pie hasta la frontera alemana. Tuvimos que marchar cinco días a pie. Sin dormir, sin comida, y cuando no marchabas a veces te mataban. La mitad se murieron así”.

Cabelli llegó viva a Ravensbrück. Y aún resistió, fabricando cerillas en aquel último lugar, hasta el 30 de abril de 1945, cuando fueron liberados por las tropas rusas.

“No quise volver más a Grecia”, responde a la pregunta de qué hizo después, cómo fue su vida luego. Pudo hacerse pasar por francesa y llegó a París, donde fue atendida junto con otros desplazados. Tuvo fuerzas para seguir viviendo, “sí; pero la fuerza la tenía cuando estaba en el campo. Después ya no tenía más porque pesaba 32 kilos. Me llevaron directamente al hospital. Estuve tres semanas. El estómago no tenía ya costumbre de comida”.

“Estuve llorando un año entero. No quería más vivir. Estuve veinte años sin parientes, en un país extranjero, sin nada”.

Se hizo costurera, allí en Francia. Y con el tiempo tuvo marido, hijos, familia.

– ¿Sonreían allí alguna vez, Anette, en el campo de concentración?

– ¿Nunca?

– Cada tres semanas teníamos un día de reposo. Como jóvenes, cuando estaba el tiempo bien y hacía sol, nos sentábamos afuera. A veces cantábamos canciones. Y decía una: “Ah, me comería tal cosa”. Y la otra decía: “No, no… mejor lo que mi mamá hacía…”. Pensábamos siempre en la comida.

– Soñaban con cosas.

–Sí… Yo cantaba muy bien. Y a los alemanes les gustaba mucho que les cantasen. Había una cantiga italiana que se llamaba Mama, so tanto felice… Ellos también tenían una madre, un padre; querían estar con ellos… Ellos [los soldados] también estaban obligados a no hablar. Tenían mucho miedo y por eso aceptaban… Porque el primer campo fue el de Mauthausen, que era para los alemanes que no aceptaban a Hitler, en el 37, 38… No todos los alemanes lo aceptaban… Entonces me llamaban y me decían: “¡Anette!”. “Sí, señora, ¿qué pasa? ¿Hice algo…?” “No, no te preocupes. Es que tienes que ir al bloque de los alemanes para cantar”. Y me sentaba y les cantaba. En griego [sonríe], en español, en italiano…

– ¿Y les cantaba en español?

– ¡Claro! Sí, señor, porque mi mamá no sabía hablar griego; lo que sabía era español. Las cantaba en español todas. Y yo les cantaba a los alemanes… ¡Y cuando salía tenía un pan! ¡Lo repartía con las amigas! [Abre los ojos, inmensos, riendo casi: casi viendo ese pan.]

–¿Y qué canciones cantaba?

–¡Ah, las de mi mamá!

–¿Las recuerda?

–¡Claro! Cantábamos…:

¿Dónde estás, corazón,
no oigo tu palpitar.
Es la grande dolor
que no puedo llorar.
Yo quería llorar
mas no tengo más llanto;
la quería yo tanto
y se fue
para nunca tornar.

Cuando se levanta, Anette Cabelli, al terminar la conversación (en el Centro Sefarad, la institución que la trajo a Madrid para contar su historia), algunos de los presentes, la mujer francesa que le asiste y le ha acompañado desde París, le piden que cante esa canción otra vez. Entonces vuelve a cantarla, más alto, más alegre aún, ¿Dónde estás, corazón…?, apoyada en su bastón, su voz dulcísima, sus 93 años erguidos aquí; en pie. Esa canción tradicional española que cantaba una muchacha judía para los soldados alemanes encargados de matarla.

Canta, Anette, y sonríe. Se le encienden los ojos, y sonríe. Sonríe el siglo XX, aquí delante, vivo, en pie. Como una bellísima muchacha invencible de diecisiete años.

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