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Distancia y reclusión
En el curso de la primera década del siglo XX, ya sola y distante, se acentúan los signos depresivos de Camille. Apenas trabaja, se aleja de su hermano, en las noches recorre harapienta las calles de Paris, y nadie le ofrece atención alguna.
En contraste, el embajador Claude transita en el mundo en nombre de Francia. Países como Japón, Brasil, Alemania y Estados Unidos le fascinan al tiempo que le obsequian notas para sus guiones teatrales. Sin justificación alguna, su odio a Rodin se une con la distancia respecto de Camille. Y cuando rara vez le visita en Paris cree que la demencia de su hermana es incurable.
El único sostén a Camille llega de su padre. Durante varios años le apoya afectiva y económicamente al tiempo que resiste cualquier drástica medida por parte de su esposa. Pocas horas después de su fallecimiento en 1913, ella exige internar a la hija en un hospital psiquiátrico. Y allí Camille permanecerá 30 años hasta su muerte en 1943.
Cruel actitud de una madre que no frena sus afiebrados rezos a Dios. Ciertamente, el hermano Paul podría haberla liberado con la ayuda de múltiples y cercanas figuras públicas, o al menos exigir una atención médica respaldada por las innovaciones psiquiátricas y psicoanalistas que se habían empezado a conocer desde el siglo XIX. Pero como fervoroso católico él coincide con su madre: los pecados de Camille no son redimibles.
Resurrección
Cerrada en el asilo junto con miles de mujeres afectadas por el hambre y por múltiples desequilibrios, Camille escribe repetidamente a su madre y hermanos solicitando apoyo y alguna comprensión. Por su lado, los médicos recomiendan un tratamiento fuera del asilo. Y ella advierte y grita: “Estoy en una prisión.”
Pero nadie le escucha. Camille repetidamente se pregunta: “¿Cómo es posible creer aquí en Dios? “ Muy pronto olvida sus afanes en el arte, es rehén de fantasías, viste viejos retazos, y se encierra en estrechas paredes en un hospital psiquiátrico que cambia lugar conforme a las circunstancias.
Su madre fallece en 1929. Se perfila entonces la posibilidad de liberarla. Pero persiste el silencio. Y en el silencio envejece con rapidez y muere en 1943 en un lugar donde franceses y alemanes protagonizan a la sazón ásperos encuentros. Sus restos jamás se conocerán. Sólo quedó una dolida y áspera correspondencia que vio la luz en 2003. Tres años más tarde Dominique Bona publicará la biografía de Paul y de Claudel, dos hermanos que apenas conocieron alguna cercanía.
Sólo en la segunda mitad del siglo veinte Camille retornará a la pública escena. La mayoría de sus obras habían sido guardadas- y despreciadas – en oscuros rincones en la casa de Louise, su hermana menor quien, a semejanza de la madre, nunca disimuló su desprecio a Camille. Sin embargo, al revelarse su trayectoria y sus afanes ella puso alto precio a sus creaciones que fueron rápidamente adquiridas por el gobierno francés y museos nacionales. Le seguirán películas y páginas que apuntaron los entornos y contornos de su formación artística. Y sólo tres años atrás se levantará un museo que hoy cobija a buena parte de sus creaciones. Hasta ese momento Camille sólo había merecido cuatro paredes en el museo Rodin, en Paris.
Durante años olvidada, desde entonces hasta estos días ella se presenta con y entre quienes desean verle. Y no son pocos.
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