En estos tiempos en los que Google reemplaza y disuelve a las bibliotecas, el WhatsApp ocupa el lugar de la palabra íntima y personal, y el Waze reemplaza a la memoria y torna superfluo cualquier mapa por innecesario, parece inútil – casi demente – aludir a algún escritor y a las páginas que en algún momento y sobre algún tema se le ocurrió manifestarse.
Observación que – confieso – gravita en mi espíritu cada vez que me inclino a pasar revista a sucesos cotidianos sin olvidar las travesías y los aciertos de algunos personajes que se atrevieron a volcar en alguna página relatos y reflexiones.
¿Alguna razón me justifica o excusa? ¿Por qué y para qué este alocado empeño? ¿Se trata en verdad de una vanidosa actitud que a muy pocos interesa? ¿Y para qué y por qué continuar en una tarea que ya se antoja ingrata y estéril? ¿Llegó el momento de renunciar?
Para merecer alguna respuesta – o quizás personal consuelo – abrí algunas páginas del ruso Alexander Solzhenitzyn, tal vez porque este personaje escribió y publicó batallando contra múltiples escollos. Como se sabe, física y matemáticas fueron su temprana afición, nunca gozó de libertad alguna para atar frases voluntariamente, sufrió el Gulag casi veinte años, y durante un periodo igual conoció el destierro cuando prefirió aislarse en una pequeña aldea norteamericana.
Se atrevió a escribir lo que muy pocos querían saber. Obras como Archipiélago Gulag, Un día en la vida de Iván Demisovich,y El Pabellón del Cáncer son testimonios de una terquedad que hoy, entre nosotros y en estos días, se antoja incomprensible y ridícula:¿Para qué escribir cuando la audiencia no quiere – aunque bien puede – leer?
Nació Alexander en 1918 cuando su padre polaco moría en el amanecer revolucionario de Rusia. Escribir fue su pasión secreta. Secreta y peligrosa en una sociedad que no admitía la desnuda crítica. Pagó caro por ella. Bastaron algunas cartas enviadas pocos días antes de la caída de Berlín – cartas donde rebajaba las glorias que entonces se obsequiaban a Stalin- para ser condenado al helado Gulag.
El XX Congreso comunista que cuestionó la santidad inapelable del dictador que modeló a la moderna Rusia le concedió alguna libertad para difundir sus creaciones. Pero su Archipiélago resultó indigerible para los círculos políticos que apenas empezaban a probar algunas dosis de libertad. Fue expulsado en 1969 de la Unión Rusa de Escritores, y es probable que el Gulag le habría dado nuevamente una malvenida si un año después no se le hubiera concedido el Premio Nobel.
Pero su expulsión de Rusia no se demoró: desprovisto de pasaporte y nacionalidad, en 1974 se asiló en Estados Unidos. Allí vivirá veinte años cambiando el destinatario de sus protestas: ya no es el encierro sino la insulsa e insultante libertad capitalista que rebaja, por otros medios, la humana condición. Sin embargo, el público lector hoy admira y se regocija con sus relatos, y se eleva su figura a los niveles de un Tolstoi o un Dostoevsky.
Cuando Putin llegó al poder le devolvieron la ciudadanía y la posibilidad de un retorno. Y entonces se consagra a glorificar a una Rusia que ahora acepta las bendiciones de la Iglesia ortodoxa sin renunciar a las aspiraciones expansionistas de los zares.
Conspirando contra los múltiples incidentes que quebraron su vida y la salud, Alexander falleció frisando los 90 años. Y como sus predecesores que hoy apenas gozan de alguna lectura, también él fue testigo de un noble impulso revolucionario que se envenenó a mitad de camino. No es el único. La devoción a los equivalentes del Zar reduce la creatividad literaria. En Rusia y en los regímenes que con otras banderas suprimen la entrega literaria.
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