Franz Kafka, escribe a su padre – Segunda parte

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La Carta al Padre  de Franz Kafka – tema que tuvo arranque en entrega anterior – es el sufrido alegato de un hombre a quien se le robó la infancia. Abrumado por su ineptitud para entregarse a una mujer o crear un hijo en este mundo, K. busca explicaciones a estas ausencias. Se autoanaliza con gran esfuerzo.   Habría crecido ” como un niño temeroso, si dejar de ser testarudo, como es común que sean los niños…” Comprende que también su padre fue una víctima de sus progenitores al vivir con sus once hermanos en una estrecha habitación, padecer hambre, y como víctima obligada de un exigente servicio militar.  Pero K.  no lo exonera de culpa, especialmente cuando alude a su vocación. Confiesa: ” escribir es mi oración… me encontraba a salvo escribiendo…pero tú recibías la aparición de mis libros con la frase: déjalos en la silla de noche… alguna vez los leeré…” Venenosa indiferencia.

Como señalé en el texto anterior, la Carta jamás fue leída por el padre. Es un alegato que K. dirigió  a si mismo. No oculta en ella la percepción de su propio cuerpo, que considera débil y maltrecho; así como la angustia y las lacerantes dudas en torno a su capacidad creativa y los cambiantes contenidos de su identidad judía que oscilan entre la total asimilación al medio alemán y el rescate de las perdidas raíces.

El resultado: un desprecio – que es miedo – al sexo. K. cree que la entrega íntima es la antítesis del amor; sin embargo  confesará en su Diario los impulsos que lo invaden cuando transita por algunas calles de Praga. ” Me paseo adrede … por donde hay prostitutas. Me excitan… Imagino la posibilidad lejana pero siempre posible de acostarme con una de ellas…Sólo deseo a las gordas y viejas, de vestidos anticuados. Ningún hombre habría encontrado en ellas algún atractivo, salvo yo…” Y al final de sus días K. se preguntará: ” ¿ qué has hecho con el don del sexo ?  Lo has desperdiciado, eso es lo que finalmente dirán…”


K. atribuye su encapsulamiento como persona y escritor a la indiferencia que su padre le habría revelado en todos los tramos de su vida. Pero no abandona el hogar familiar, como si el constante suplicio fuera un oscuro motivo de goce. Dice para justificarse: ” soy incapaz de vivir con la gente, de hablar con ella. Inmersión total en mi mismo. Sólo pienso en mí. Apático, alelado, atemorizado. No tengo nada para comunicar a nadie…” No es accidente que K. suscite  franco interés no sólo entre los amantes de la buena literatura; también entre psiquiatras y psicoanalistas.

El autorretrato que se dibuja en la Carta tiene expresión en el intercambio epistolar que se verificará durante ocho años, con Felice Bauer. Ella no le oculta el deseo de contraer matrimonio, construir un hogar, traer hijos al mundo. Perspectivas que llevan a K. al pánico. Al cabo Felice lo abandonará, fatigada por promesas sin respaldo.

Este alegato es importante, además, para descifrar los componentes de la identidad judía de K.  Sus padres le llamaron Franz como homenaje personal al Emperador del Imperio Austro-Húngaro; fue circundado por un médico a la semana de su nacimiento.  Sin embargo, esta hueca existencia en dos mundos irrita a K.  Escribe en la Carta: ” Cuando era niño me censurabas por ir poco al templo…me embargaba entonces una sensación de culpabilidad …Pero ya joven no podía comprender el estéril judaísmo que practicabas y tu insistencia en seguir esta farsa…” Las actitudes de K. cambiarán cuando toma contacto con un teatro que escenificaba piezas en idisch; llegó a Praga desde Rusia y Polonia. Los dramas escritos por Sholem  Aleijem, Peretz y Bialik le emocionaron. Al igual que Buber y Rosenzweig, el judaísmo de Europa oriental le suscitó a K. hondas vivencias, incluso la decisión a tomar clases de hebreo con vistas a emigrar a Palestina.  Pero jamás pudo superar sus tenaces inhibiciones…” Me siento como una oveja perdida… estoy perdido y no tengo fuerzas para quejarme…” Y constantemente se pregunta: ” ¿qué tengo en común con los judíos? Apenas tengo nada en común conmigo mismo… Me oculto silenciosamente en un rincón, contento de poder respirar…”

En sus dos últimos años, K. recuperará el interés por la cultura judía merced a su abnegada amiga  Dora Dymant. Ella le enseñará el hebreo (sobreviven las lecciones), leerán páginas bíblicas y gozarán los relatos jasídicos reunidos y publicados por Martin Buber.

K. falleció el 3 de junio de 1924; fue enterrado en el cementerio judío de Praga. Por la estrechez del camposanto a su tumba se depositarán también los restos de sus padres. Distanciados en vida, ambos se reencontraron en el humano e inescapable destino. Ciertamente, un giro imprevisible apenas adivinado en la Carta.

Acerca de Joseph Hodara

Invitado por la UNAM llegué a México desde Israel en 1968 para dictar clases en la entonces Escuela de Ciencias Políticas y Sociales ( hoy Facultad). Un año después me integré a la CEPAL con sede en México para consagrarme al estudio y orientación de asuntos latinoamericanos. En 1980 retorné a Israel para insertarme en las universidades Tel Aviv y Bar Ilán. En paralelo trabajé para la UNESCO en temas vinculados con el desarrollo científico y tecnológico de América Latina, y laboré como corresponsal de El Universal de México. En los años noventa laboré como investigador asociado en el Colegio de México. Para más amplia y actualizada información consultar Google y Wikipedia.

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