Los palestinos se negaron a considerar el Plan de Partición de la ONU – aprobado por mayoría ante la Asamblea General el 29 de noviembre de 1947 – a diferencia de la consideración que recibió por parte de la comunidad internacional como una forma de corregir una injusticia a través de una enmienda al Mandato Británico de 1922, que les privó de su derecho a la libre autodeterminación.
A su vez, rechazaron todas las propuestas de división o unificación que reconocían los derechos nacionales del pueblo judío. Su posición – que negaba al pueblo judío lo que pretendían para sí mismos -, esto es, cumplir acabadamente con su derecho natural e histórico a un Estado en su tierra natal, fue rechazada, moral y políticamente, por la comunidad internacional.
Para los palestinos, el reconocimiento de su derecho a un Estado en el 45% del territorio resultaba injusto ya que ellos constituían una decisiva mayoría de la población y eran dueños del 90% de sus tierras de propiedad privada.
El paradigma del ‘todo o nada” que los palestinos se encargaron de imponer en las contradictorias aspiraciones nacionales de ambas partes, bajo la forma de la guerra de 1948 – que ellos admitieron iniciar – los convirtió en última instancia en sus principales víctimas.
Los palestinos calcularon mal la capacidad de resistencia y preparación de la comunidad judía en Palestina – a la terrible sombra de la Shoá -, frente a la debilidad y fragilidad del mundo árabe y la ONU.
El resultado para ellos fue de 750.000 refugiados; 11 ciudades mixtas fueron vaciadas de sus poblaciones árabes y más de 400 aldeas y 4 millones de dunams (alrededor de 1 millón de acres) de territorio se perdieron.
Les llevó 40 años a los palestinos cambiar su posición. En 1988 aceptaron la decisión de la comunidad internacional: un Estado independiente junto a Israel, en las fronteras de 1967. En otras palabras, además del costo de la “Nakba” – “la catástrofe”, el término que utilizan para referirse a lo que les sucedió cuando el 15 de Mayo de 1948 se fundó Israel -, se les exigió pagar el precio de su rechazo y agresión cediendo la mitad del territorio que se les ofreciera en 1947.
Aun así, a pesar de su aceptación de los términos de la Resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU, no han realizado propuesta alguna relativa a las posiciones para la negociación que cumplan con la resolución, e incluso han llevado a cabo acciones en la práctica que la contradicen.
Por otro lado, los grupos ultranacionalistas mesiánicos israelíes, al igual que varios miembros del actual gobierno de Netanyahu, se oponen a la idea de dos Estados para dos pueblos y reclaman la anexión de Cisjordania. Ellos hablan de una “promesa divina”, que, en su opinión, anula las resoluciones nacionales e internacionales sobre la Tierra de Israel, y consideran a la Guerra de la Independencia y a la Guerra de los Seis Días como etapas en el camino a la redención. A sus ojos, dicha promesa despoja a los habitantes no judíos de la tierra de sus derechos nacionales e individuales, y les ordena “expulsar a sus habitantes y colonizarla”. En otras palabras, les otorga derecho legal y moral para usurpar propiedad privada palestina; para construir colonias con o sin la aprobación del Ejecutivo; para robar propiedad árabe; para atacar a los soldados israelíes que tratan de imponer la ley y el orden sobre ellos, y para justificar en su momento el asesinato del primer ministro Itzjak Rabín, invocando la ley religiosa de “Din Rodef Umoser” (“Ley del perseguidor y entregador”).
Ministros del gabinete de Bibi, por su parte, declaran inválidas las resoluciones internacionales emitidas después de la Declaración Balfour y el Mandato Británico. Desde su perspectiva, el Plan de Partición es inválido aun cuando fuera parte básica del establecimiento del Estado de Israel. La Resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU es inválida aun cuando estuviera a la base de los acuerdos firmados con los palestinos. El reconocimiento internacional del derecho de los palestinos a tener un Estado independiente junto a Israel no es ilegítimo. Ellos aseguran que los palestinos deberían considerar a Jordania – separada de la Tierra de Israel en 1922 – como su patria.
Sin embargo, ambos grupos rehúyen referirse a la “Nakba”, porque pone en evidencia que del error de los palestinos – negar nuestros derechos – no se ha aprendido nada. Al igual que los palestinos en 1948, estamos malinterpretando el mapa político y el estado de ánimo internacional.
La política del “todo me pertenece” no hace más que fortalecer la mano de aquellos que, en la otra parte, descreen de toda solución que implique el compromiso y la partición.
Tal enfoque elimina la distinción histórica, legal, política y moral entre Sheij Munis, la aldea árabe sobre cuyas ruinas se construyó el barrio Ramat Aviv, en Tel Aviv, y los asentamientos ilegales en Cisjordania, algunos ya desmantelados por orden de la Corte Suprema de Justicia después de varias sentencias en contra de los reclamos del gobierno; la misma distinción que el mundo, los estados árabes y los palestinos ya hicieron.
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