Sartre y el existencialismo árabe

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A fines de los años 50 del siglo pasado, el mundo árabe era uno de los espacios más receptivos al existencialismo fuera de Europa. Jean-Paul Sartre era un nombre conocido en los ámbitos intelectuales de la región. Con la sola excepción de Karl Marx, era el intelectual occidental más leído, traducido, debatido y admirado. El autor egipcio Ahmad Abás Salih lo expresó con precisión en una carta pública que dirigió al filósofo francés:

Tu influencia en esta región es más profunda y amplia que la de cualquier otro escritor. Eres el único escritor occidental al que todos los diarios árabes siguen de cerca.

En su magistral No Exit: Arab Existentialism, Jean-Paul Sartre, and Decolonization (Sin salida: el existencialismo árabe, Jean-Paul Sartre y la descolonización), el académico Yoav Di-Capua aborda la relación de amor y odio que unió a los árabes con este pensador francés.


En su búsqueda del hombre nuevo árabe en un Medio Oriente poscolonial, una pléyade de intelectuales árabes vieron en Sartre un héroe, un modelo, un guía. Su antiimperialismo, antiamericanismo y anticolonialismo, junto a su filo-tercermundismo, sedujeron intensamente a la intelligentsia mesoriental, la cual expresó su apego al existencialismo sartreano en multitud de ensayos, cuentos, novelas, poemas, obras de teatro, críticas literarias y reseñas culturales. Entre sus adeptos más destacados cabe mencionar a la pareja libanesa conformada por el escritor Suhayl Idris y la traductora Aida Matraji, al intelectual-activista palestino Fayiz Saygh, a la autora feminista Layla Baalbaki, al novelista sirio Hani al Rahib, al poeta iraquí Husayn Mardan y, en Egipto, al matrimonio conformado por Liliane y Lufti al Khuli, al filósofo Abd al Rahmán Badawi, al crítico literario Mahmud Amín al Alim y al introductor de Sartre en las letras árabes, Taha Husayn. Sartre los reciprocó estableciendo conexiones intelectuales y vínculos personales con varios de ellos.

El iconoclasta pensador francés se había ganado los corazones de buena parte de la intelectualidad tercermundista con su polémico prefacio al icónico libro Los condenados de la Tierra, del escritor revolucionario caribeño Frantz Fanon, en el cual defendía a la insurgencia argelina contra Francia en términos muy violentos. “Matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido”, decía allí; “quedan un hombre muerto y un hombre libre”. Su desprecio por el colonialismo europeo le llevó a criticar la política británica antisionista en Palestina. Declaró en 1947: “No podemos desvincularnos de la causa de los hebreos”, y al año siguiente definió como “un luchador por la libertad” a un militante de la Banda Stern que había sido atrapado con explosivos.

Enseguida se mostró ambivalente en torno a la cuestión israelo-palestina. Celebró el establecimiento del Estado de Israel como “uno de los acontecimientos más importantes de nuestra era, uno de los pocos que nos permiten conservar la esperanza”, y a la vez apoyó el derecho de los palestinos a retornar a los hogares que dejaron atrás en la guerra de 1948; lo que estaba en las antípodas de su respaldo a la existencia de Israel. Tal como dijo su discípulo israelí Ely Ben Gal: “Sartre era muy proisraelí y también muy propalestino”.

Cuando visitó Egipto e Israel, a principios de 1967, esa contradicción eclosionó. Su intento de mantener la neutralidad respecto del conflicto árabe-israelí lo empujó hacia la incongruencia intelectual. Como resultado de ese viaje, Sartre perdió su estatus de figura reverenciada en el mundo árabe. Di-Capua detalla el intenso y escandaloso periplo.

En febrero de aquel año, Sartre arribó a Egipto en compañía de Simone de Beauvoir y Claude Lanzmann. La liberalidad del trío de amantes (la célebre feminista era pareja del filósofo y había sido amante del cineasta) era muy extraña para el conservadurismo local. Sartre saludó a sus anfitriones por medio de una carta abierta en árabe: “Desde hace mucho tiempo, y especialmente desde la guerra de liberación argelina, nos unen lazos de fraternidad”. La revista popular Al Hilal los recibió con fotos de Sartre, Beauvoir e –inesperadamente– una semidesnuda Brigitte Bardot en la portada y la contratapa. Asimismo, el filósofo se sorprendió al toparse con la edición árabe de su obra El existencialismo es humanismo y ver que la tapa llevaba una mujer desnuda.

Mantuvieron una reunión de tres horas con el presidente egipcio, Gamal Abdel Naser, quien les causó una excelente impresión. La pareja francesa dio dos conferencias en la Universidad del Cairo. Sartre parece no haber impresionado demasiado con su ponencia sobre el papel del intelectual en la sociedad contemporánea (un extranjero presente dijo que fue “un pedazo de mierda”), mientras que Beauvoir electrizó a la audiencia con un alegato feminista y antipatriarcal. Durante una visita a dos campamentos de refugiados palestinos en Gaza, Sartre respaldó el derecho al retorno palestino: “Reconozco por completo el derecho nacional de los refugiados palestinos a regresar a su país”. La pareja quedó impresionada por las paupérrimas condiciones de vida en los campamentos, de las que responsabilizaron a las naciones árabes.

Esa visita concluyó caóticamente cuando una muchedumbre quiso evitar que Lanzmann arrebatara el rollo a un fotógrafo que había captado a Sartre junto a un niño con la bandera palestina. Epítetos antijudíos acompañaron la escena. Una cena con el titular de la OLP, Ahmad Shuqayri, también causó decepción. El filósofo francés favorecía tanto el derecho a la existencia de Israel como el derecho de los palestinos al retorno; “pero”, según recordó luego Beauvoir, “los palestinos insistieron en que los judíos debían ser expulsados de la Palestina ocupada”.

El trío llegó a Israel a mediados de marzo. Muchos israelíes veían esa visita con suspicacia. El recuerdo no muy lejano de otra visita polémica –la de Hannah Arendt, para cubrir el juicio contra Eichmann– y la superposición del arribo del escritor Günter Grass –que había criticado a Israel por el acuerdo de reparaciones con Alemania– puso las sensibilidades a flor de piel. La dinámica interna del grupo de intelectuales venía agitada, al punto de que Lanzmann, fastidiado por lo que consideraba una actitud prejuiciosa de Sartre hacia los israelíes, abandonó el tour y regresó a París. Sartre se reunió con el líder socialista Meir Yaari (con quien tuvo una tensa conversación sobre el retorno palestino), con el ministro laborista y ex general Yigal Alón (“el fascista más simpático que jamás he conocido”), con el titular de la Confederación General de Trabajadores (“su Histadrut es un monstruo sagrado”) y con el primer ministro, el presidente y otras autoridades oficiales. Rehusó visitar una base militar (sí lo hizo en Egipto) y canceló un encuentro pautado con Isaac Rabín, entonces jefe del ejército (“vine a reunirme con el pueblo, la izquierda y la sociedad civil, no con los militares”). También dejó sin efecto reuniones con parlamentarios de centro y derecha, con editores de izquierda y, controversialmente, con David ben Gurión. Mantuvo las reuniones previstas con unos ciudadanos árabes-israelíes, con miembros del Partido Comunista israelí, con activistas opuestos a la guerra de Vietnam, con sobrevivientes del Holocausto y con el prominente académico Gershon Scholem. Cerró su viaje con una conferencia de prensa en Tel Aviv, tras la cual Le Monde le atribuyó una frase amable sobre Theodor Herzl, padre del sionismo político, lo cual provocó una reacción airada en la prensa árabe y forzó al filósofo francés a publicar una aclaración en la que reiteraba su postura favorable a la existencia y soberanía de Israel y contraria a la idea de que todos los judíos del mundo debieran emigrar allí.

Así sintetiza Di-Capua la visita de Sartre al país hebreo:

Aunque se esforzó en no decir ni escribir nada concluyente, sus gestos, lenguaje corporal y actitud general condescendiente mostraron una aversión profunda al sionismo. Deploró el militarismo y rechazó cualquier cosa identificada con el Estado israelí, sus símbolos, rituales y narrativas.

Sartre se guardaba un as en la manga, no obstante. A fines de mayo, con la posteriormente conocida como Guerra de los Seis Días precipitándose, destacados artistas, escritores, periodistas y profesores, entre los que se contaban Arthur Koestler, Pablo Picasso, Marguerite Duras, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, publicaron una declaración en Le Monde en la que se leía:

Los abajo firmantes, intelectuales franceses, (…) afirmamos que el Estado de Israel está mostrando un claro deseo de calma y paz (…) Israel es el único país cuya mera existencia está en juego.

Este pronunciamiento marcó la ruptura definitiva entre Sartre y sus admiradores árabes. Previamente incómodos con su ambigüedad política, ahora estaban decididamente irritados. En Irak prohibieron sus obras (y las de Beauvoir). En Argelia se quemaron sus libros. En Egipto, un grupo de intelectuales lo condenó con vehemencia y la revista Al Hilal vaticinó una era post-sartreana en la región. En un gesto cargado de dramatismo, la viuda de Frantz Fanon, Josie, pidió a la editorial de su difunto marido que removiera el famoso prefacio del pensador francés a Los condenados de la Tierra, a lo que la editorial se avino en la siguiente edición. En el año 2000, el intelectual palestino Edward Said dirá que Sartre fue “una decepción amarga para todo árabe (no argelino) que lo hubiera admirado”.

Sin embargo, Sartre nunca abandonó del todo su zigzagueo moral. Cuando unos terroristas palestinos masacraron a once deportistas israelíes en las Olimpíadas de Múnich de 1972, justificó la acción como una forma de resistencia legítima. En 1974 se sumó a otros intelectuales que protestaron contra la decisión de la Unesco de boicotear a Israel. Dos años después aceptaba un doctorado honoris causa de la Universidad Hebrea de Jerusalem, lo cual fue singularmente interesante, dado su repudio al Premio Nobel de Literatura en 1964.

Andando el tiempo, un segmento de la intelectualidad árabe hizo las paces con el existencialista francés. En 1980, con motivo de su muerte, Suhayl Idris publicó una edición especial, titulada La ausencia de Sartre, dedicada a sus posturas políticas ambivalentes, con estudios académicos sobre sus teorías, traducciones de sus artículos sobre Argelia, Cuba y el colonialismo, su prefacio al libro de Fanon y varios obituarios sobre su persona.

Di-Capua nos regala una perla final. Un vestigio curioso de la era del existencialismo en el Medio Oriente se encuentra en un barrio de El Cairo: un almacén llamado El Ser y la Nada (Al Wujud wal Adam). Sartre podría, pues, hallar consuelo en el hecho de que, cuarenta años después de su muerte, su legado en el mundo árabe no ha sido del todo descartado.

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