Amistad de Epicuro

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“De cuantos bienes proporciona la sabiduría para la felicidad de toda una vida, el más importante es la amistad”. Epicuro, hijo de una Hélade cuyo hallazgo mayor es el arte de lo público al cual llama política, está muy solo al formular su tesis. Sabe que poner en la amistad la buena vida es quitársela a una política cuya eficacia queda en hábil factura de servidumbre estable. “Es necesario liberarse uno mismo de las cadenas de las ocupaciones cotidianas y de la política”. O conformarse con ser ese siervo que suplica ser tratado lo menos mal posible. No hay alternativa media. Cercanísimo Epicuro: pocas cosas añoramos tanto como esa asociación sin ley entre hombres libres a la que él llama amistad y que es, en rigor, el nombre propio de lo antipolítico, lo que se regula sólo por el intercambio entre inteligencias iguales. Ni siquiera justicia. Lo justo no es más que el eufemismo de la reducción a código de la violencia, y “la justicia no es algo que exista por sí, sino tan sólo en las relaciones recíprocas de aquellos lugares donde se establece algún pacto para no agredir ni ser agredido”.

“Pacto”. A eso se ajusta todo en el mundo de leyes convenidas que codifican lo político. “Pacto para no agredir ni ser agredido”, sin el cual los humanos no tendrían más tarea verosímil que la de mutuamente aniquilarse. No es posible ser hombre libre en política. Veraz, tampoco. Porque política es artesanía de pactos en los cuales se engrasa una máquina, el Estado, para la cual no hay distinción entre verdad y mentira; tan sólo la hay entre inepcia y eficacia. El Estado es, visto desde el horizonte en el cual mira las cosas un espíritu libre –un espíritu sin miedo ni esperanza–, metódico engaño. O, para ser menos brutales, red de ficciones verosímiles en la cual debe ser cedida toda lucidez privada. Sin ese dispositivo de imposición persuasiva, los sujetos se aniquilarían entre sí alegremente. Máquina perversa, el Estado es el refinado invento mediante el cual limita su suicida perversidad la especie humana. Entrar en lo político es pasar el umbral más allá del cual bien y mal no existen, no existen verdad y mentira; sólo intereses.

Nadie que no sea un niño tiene derecho a escandalizarse de que aquellos a quienes votó le mientan. Los votó para eso: para ejercer de operarios de la máquina de imponer criterios. El 7 de mayo pasado, antes de que el vendaval electoral lo arrastrase todo, anoté aquí mismo lo que estaba determinado a hacer el dirigente andaluz de Ciudadanos: “Ciudadanos está al borde de cometer su error crítico. Su subsecretario general lo formulaba en términos de lo que sería, en efecto, la lógica de un noble juego entre partidos respetables: ‘No hay más remedio que cambiar de cultura política y no criminalizar los pactos, porque nos encaminamos a un escenario general sin mayorías absolutas’”.


C’s estaba condenado a capitalizar su voto al delictivo PSOE andaluz en su precio óptimo. Que sólo se fijaría tras el desbarajuste en autonómicas y municipales. Pregunté a algún dirigente de C’s si, después de esas elecciones, acabarían por poner a Díaz de presidenta andaluza. La respuesta fue un contundente “no”. Que yo escuché como un claro “sí”. Ahora, su gente lo ha hecho. Y yo sería un perfecto imbécil si me fingiera sorprendido. Asqueado, sí; pero eso es otra cosa. El asco ante lo político es síntoma de buena salud ética. Desde Epicuro: “Huye, hombre sabio, con las velas al viento, de todo lo convenido”. Bye, bye, C’s. Que os vaya bonito.
Photo by LeonArts.at

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