Todavía hoy, y desde hace años, pequeños grupos de japoneses cristianos y no cristianos viajan a Israel para admirar de cerca un milagro sociológico, tal vez el más revelador de nuestra época: el renacimiento del pueblo judío en su solar natal. Les llama la atención la fidelidad al pasado bíblico, el tesón, el orgullo, la creatividad y un sentido único del destino, la elección de servir antes que la de ser servido. Eso es lo que significa, por otra parte, la frase profética de or la-goím, Israel como una luz para los pueblos. Lo que no es tan evidente en cambio es que el zazen o arte de meditación sentada de los budistas japoneses tenga algo que ver con la yeshivá o casa de estudio hebrea, palabra que procede del verbo lashebet, sentarse.
Según parece la posición original del Buda histórico cuando alcanzó la iluminación era la de un meditador sentado en posición de loto o semiloto. En ambos casos se trata de ahondar la capacidad contemplativa, serenar el ánimo, dilatar la mente no en la acción, o no solamente en la acción sino en la comprensión de los fenómenos del mundo, que suelen ser ilusorios para el budismo pero bastante reales para el judaísmo.
Grecia e Israel, pilares de nuestra civilización, apostaron por el realismo y lo objetivo, por la anatomía, por el ego con sus límites y desgarramientos, en tanto que el budismo-en Japón y en Sri Lanka, en Birmania y allí donde se lo encuentre-, minimiza la labor egoica y enfatiza la interdependencia de todo y todas las cosas buscando, en sus hondas exploraciones, una manera de ser compasiva y a la vez responsable, básicamente no libresca, al revés que la visión clásica judía que no sería nada sin la Torá escrita, sin el texto, al que está atada como los tefilim al brazo y a la frente del orante. Sin embargo, y aquí surge el nexo, el extraño parentesco, en el verbo hebreo lashebet, sentarse, vernos coincidir tres raíces capitales: sat, base, fundamento, leb, corazón, y también shab, volver, tornar. O sea sentarse para volver a la base del corazón, cosa que también constituye el propósito del budismo zen cuando busca en el interior de hsin, el corazón, la causa de las causas, el wu-nien o no- pensamiento de los chinos. Se trata de hallar la verdadera naturaleza y vivir desde allí, sin temores ni ansiedades, una existencia al servicio de la luz y la benevolencia.
En la Kábala provenzal del siglo XII se hablaba de una majshabá tehorá o pensamiento puro, pensamiento del pensamiento, cuya fuente cordial era inevitable ya que según el Libro de la Creación el universo fue hecho por mediación de los treinta y dos senderos de sabiduría, cifra que vale lo que leb, el corazón, de donde se desprende que ambos modos de sentarse, inmóvil el japonés y oscilante el judío, parsimonioso el primero y dialogante el segundo, tienden a una meta parecida aunque cada quien con las características que le son propias. En cualquier caso la experiencia espiritual más o menos libresca, más o menos sometida al ritual, se manifiesta más plenamente en la contemplación que en la acción, en la atención abierta de los sentidos que en sus polivalentes proyecciones. El sentarse no es un acto únicamente ligado al descanso, también revela el viaje ab intra, el ingreso en el fascinante país de párpados abajo. Por último, el sentarse japonés no necesita sillas, mientras que el judío, pero también el de la patrística griega de los hesicastas o meditadores de los primeros siglos, sí. Para los orientales el suelo no es condenable, pero para los occidentales resulta mejor alejarse de él. La milenaria cultura japonesa ha hecho alrededor del té un teatro de gestos reticentes, una joya de parco silencio. Los bebedores de té judíos que aún muerden el terrón de azúcar, un modo de endulzar la aspereza de los estudios, minucia en minucia, versículo tras versículo.