La alemana que dibujó como terapia su atormentada vida hasta morir en Auschwitz

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LA OBSESIÓN, el miedo, la locura han generado numerosas obras de arte. El siglo XX provocó tremendos vaivenes emocionales que precisaron de caminos de salvación artísticos. Uno de esos trabajos, paradigmático, ambicioso y el más perturbador realizado por un artista judío durante el periodo del Holocausto, lo llevó a cabo la pintora Charlotte Salomon (a la que se equipara hoy con Ana Frank) y lo tituló ¿Vida? o ¿Teatro? Se presentó por primera vez en 1972 en el Jewish Historical Museum de Áms­terdam como un conjunto unitario de pinturas, textos y referencias musicales. Una obra hipnótica y en cierto modo visionaria que anticipa el género de la novela gráfica. Una secuencia de 1.325 aguadas —de las que se conservan 782— que recrea escenas de la vida de la artista —rostros, estados de ánimo, conversaciones, pisos de 11 habitaciones— y que expresa de manera mixta, a través de imagen y lenguaje.

Charlotte Salomon nació en Berlín en 1917. Hija de una próspera familia judía alemana (su padre era médico cirujano y profesor universitario, y se le considera uno de los inventores de la mamografía), llevó una existencia normal hasta que el nazismo llegó al poder y precipitó una vida trágica plagada de suicidios familiares (madre, abuela, dos tías y una prima), exilios, desequilibrios y nefastos desencuentros que la llevaron en 1943, con 26 años y embarazada, a ser exterminada en una cámara de gas de Auschwitz.

Dos años antes, entre 1941 y 1942, por indicación del doctor Moridis, se retiró a una pensión de la Costa Azul a ilustrar su vida con dibujos para poder sobrevivirla. Entre “suicidarse o realizar algo extremadamente excéntrico”, Charlotte optó por lo segundo. Cuando concluyó ¿Vida? o ¿Teatro? lo entregó al doctor diciéndole: “Cuídalo bien. Te doy mi vida entera”.


Esa “vida entera” fue precisamente la que una tarde del año 2006 descubrió por casualidad el escritor y cineasta francés David Foenkinos en una sala de exposiciones de París. Fue tanta la impresión que le causó conocer la obra y la historia de aquella creadora que no tuvo más remedio que encerrarse a redactar una novela a su medida: Charlotte. Escrita en versos que parecen pinceladas, la novela tuvo una gran acogida entre el público, pero la mayor satisfacción para el autor fue rescatar una sensibilidad única, víctima —como tantas otras— de un siglo desquiciado.

Aprovecho que hasta el 17 de febrero de 2019 esa misma exposición recala en el Monasterio de Pedralbes de Barcelona, comisariada por Ricard Bru, para ir a visitarla. Estos vibrantes gouaches son obras vivas y animadas. Una joven Charlotte se representa pintando bajo una nota que dice “por encima de la media”. Más adelante la veo llevarse las manos a la cara e implorando: “Dios, sálvame de la locura”. Ahí planean la familia, el amor, la obsesión, ecos de Van Gogh (único nombre de artista moderno anotado por Salomon), la creatividad, misterios familiares por resolver (en una carta dirigida a Alfred Wolfsohn que nunca fue enviada y recuperada recientemente, Charlotte confesaría que en 1943 asesinó a su abuelo con una mezcla de morfina, opio y veronal), y, sobre todo, la dificultad de clasificar el trabajo, pues, como señala Toni Bentley, no se sabe si es memoir, opereta o autobiografía.

Al salir llamo a David Foenkinos y me dice: “Esta exposición fue la mayor emoción artística de mi vida. Me atrapó en el cuerpo y en el corazón, y devino en una obsesión”. No es de extrañar. En La metáfora viva, Paul Ricoeur decía: “Es necesario que algo sea para que algo sea dicho”. La vida de Charlotte es.

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