Precisamente cuando en salas de cine de la Ciudad de México se proyectaba la película británica Sufragistas (Suffragette), que retrata la lucha de mujeres trabajadoras de la Inglaterra de hace un siglo en pos de obtener el derecho al voto —además de diversos derechos de igualdad que terminaran con su sometimiento como género— se anunció que, por primera vez, las mujeres en Arabia Saudita acudían a las urnas para elegir a dos terceras partes de los miembros de los consejos municipales. También, por primera vez, mujeres fueron candidatas a ocupar escaños en dichos consejos, resultando 18 de ellas electas, con lo cual se rompió un añejo tabú acerca de la participación femenina en la vida pública del Reino. El finado rey Abdullah dio su aprobación en 2011 a que esto fuera posible, como una válvula de escape ante la presión creciente de las mujeres por obtener una serie de derechos elementales que, en buena parte del mundo, ya están reconocidos y legalizados, aunque su práctica todavía deje mucho que desear y sea profundamente irregular, como bien lo sabemos los mexicanos.
Ciertamente, en la película inglesa, protagonizada magistralmente por Carey Mulligan y dirigida por Sarah Gavron, la atmósfera cultural y social es distinta a la que prevalece en Arabia, por lo que la lucha por los derechos femeninos es llevada a cabo en otras condiciones. Pero, de cualquier modo, ambas situaciones se pueden homologar en tanto lo que está en juego es la convicción de que es inhumano continuar sojuzgando de manera tan aberrante a la mitad de la población bajo la trasnochada creencia de que las mujeres son una especie de seres incapaces de pensar, actuar y tomar sus decisiones de forma independiente, sin la permanente tutela masculina. En síntesis, se trataba —como sigue siendo en muchos lugares aún hoy— de acabar con un estado de cosas legitimado por modelos culturales dominantes por siglos, en el que los varones “poseían” a sus mujeres —ya fueran hijas, hermanas o esposas— y podían tratarlas como sus objetos personales, cuyo destino era tan sólo servirlos a ellos, sin posibilidad de escapar a sus abusos, su violencia y sus deseos.
Las luchas feministas a lo largo del siglo XX constituyen una de las revoluciones más relevantes de la modernidad. A tumbos, con avances y retrocesos, enfrentadas a poderes monumentales que les escamoteaban cualquier cambio que alterara el statu quo, las mujeres que emprendieron la polémica aventura de pretender el cambio, fueron heroínas casi siempre anónimas que, poco a poco, lograron transformar la perspectiva en su entorno familiar íntimo y en el más amplio espacio social. Con ello, no sólo las mujeres hemos sido beneficiadas, sino también los varones, quienes, gracias a la igualdad de género que ha ido cobrando cada vez más fuerza y legitimidad, también han estado en posibilidad de escapar de los moldes rígidos que los obligaban a ser, o fingir ser, “machos cabales” con todos los daños emocionales y sociales implicados en tal papel.
En Arabia Saudita el proceso es aún embrionario. Todavía las mujeres no pueden salir de su casa sin un acompañante hombre, no pueden conducir automóviles, no se les permite viajar sin la aprobación de un varón de su familia, no pueden interactuar con hombres en los espacios públicos y deben resguardar su apariencia física bajo pesadas vestimentas que sólo permiten mostrar sus rostros limitadamente. Sin embargo, esas mujeres, como millones más que residen en países donde las leyes, las costumbres o las agrupaciones fanáticas religiosas siguen privándolas de derechos fundamentales, cuentan, afortunadamente, con el ejemplo liberador encarnado en tantas y tantas generaciones de mujeres como las representadas tan conmovedoramente en Sufragistas.
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