¡Son nuestros hijos!

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Fue mi hijo a quien agarraron por los pies, lo golpearon salvajemente, lo apuñalaron con un cuchillo en su vientre, le quebraron una mano y lo arrojaron al mar desde la cubierta más alta.

Fue mi hijo quien se espantó al descubrir que los amantes de la paz, los inocentes muchachos en el barco – esos que seguramente visten una remera con la imagen del Che y escuchan la música de Bob Marley – son una jauría de lobos que se cubren con la capa de Caperucita Roja.

Fue mi hijo, un chico capaz de entregarse totalmente desde cuarto grado para poder llegar un día a alistarse en el comando marítimo, el más feliz de los hombres cuando aprobó las materias que muy pocos llegan a superar; el mismo que llega a casa los viernes sólo para abrazarme y besarme porque me acordé de prepararle la milanesa que tanto le gusta.


Fue mi hijo a quien atacaron con cuchillos, machetes y hachas, después que lo equiparon con un fusil y le explicaron una y mil veces que hiciera lo imposible por actuar con suavidad con la flota de la paz, porque si llegara a perder el control, todo el mundo se levantaría contra nosotros.

Fue mi hijo, el que yo di a luz, eduqué y envié a Tzáhal, quien sintió realmente que esta es una misión nacional importante, y que debe hacer todo lo posible para no decepcionar a sus comandantes, a sus compañeros, a su jefe, al ministro de Seguridad y a su madre.

Como una cachetada sonora que cae sobre el caminante en una bocacalle oscura, llega de repente ese reconocimiento. Como la descarga de la primera lluvia después de un año de sequía: aquellos acostumbrados al apodo “soldados de Tzáhal”, son nuestros hijos, los que hicimos a nuestra imagen y semejanza.

Ellos son nosotros, son nuestra esperanza, nuestros deseos y nuestros sueños.

Exactamente a ellos les queremos, por ellos oramos, de ellos nos sentimos orgullosos.

¿Y ahora? Ahora a abrazarlos, amarlos, acariciarlos y apaciguarlos. Decirles que siempre estaremos con ellos. Recordarles que el uniforme y el rango no nos impresionan, que nosotros no nos asustamos de sus manos ampolladas por el esfuerzo, que no nos impresionamos por la pintura en sus rostros antes de salir a algún operativo peligroso.

Explicar una y otra vez que lo que sucede actualmente en las Naciones Unidas, en los canales de televisión en todo el mundo y en los gabinetes cerrados, de ningún modo está relacionado con ellos.

Mirarles a los ojos y decirles, exactamente como lo hacíamos cuando tenían cuatro años, después que se les cayó un vaso y se rompió: “No importa lo que pasó; nosotros los amamos, ustedes son nuestros hijos”.

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