Yiddish, el país de la palabra

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Eliahu Toker
Fragmento de “El Yiddish es también Latinoamérica”

“Antes de que se reciten los primeros versos de los poetas judíos de Europa Oriental, quisiera decirles, distinguidas señoras y señores, que ustedes entienden mucho mas Yiddish de lo que creen. Si permanecen quietos se encontrarán repentinamente en medio del Yiddish y cuando éste se haya apoderado de ustedes –e Yiddish es todo, palabra, melodía jasídica y el espíritu mismo de este actor judío oriental– no recobraran ya la calma anterior…”

Del discurso de Franz Kafka sobre el Yiddish presentando en febrero de 1912 a Isaac Löwy, actor trashumante de esa lengua.,


Cuando en 1936 tuvo lugar en Buenos Aires el Congreso Internacional de los PEN clubs lado a lado con las delegaciones de Argentina, México, Francia, España, Bélgica o Japón, participaba un representante del “país Yiddish”, el poeta H. Leivik.

Hoy, a más de sesenta años de aquel congreso y a más de cincuenta del establecimiento del Estado de Israel, –el Estado de los judíos, cuyo idioma oficial es el hebreo– la lengua Yiddish sigue siendo un país cultural sin territorio, un país de la palabra, un país que comenzó a despoblarse dramáticamente a partir del Holocausto nazi que en los años ’40 aniquiló la principal judería Yiddish-parlante, la de Europa Oriental.

Sin embargo nunca contó el Yiddish con un reconocimiento académico como el que tiene hoy en gran parte del mundo. De las humildes y populosas callejuelas de los ghettos y villorrios que lo empaparon de ternura y espiritualidad; de los hogares y ferias que le dieron sabor y olor; de los conventillos y bajos fondos que lo cargaron de picardía, el idioma Yiddish saltó a la cátedra de más de medio centenar de universidades, fue declarado por la UNESCO parte del patrimonio de la humanidad e incluso recibió en 1978 el reconocimiento de un Premio Nobel de Literatura en la persona del narrador Isaac Bashevis Singer. Pero en América Latina y en el mundo de habla hispana en general, el Yiddish sigue siendo una lengua fantasmal, o casi.

Para el Diccionario de la Real Academia Española –que recién en su última edición se decidió a eliminar las definiciones peyorativas de judío, judiada, sinagoga, cohén, etc.– el Yiddish sencillamente no existe. También es ignorado por el Diccionario Ideológico de J. Casares (G.Gili, Barcelona, 1942), por la Enciclopedia Barsa (Bs.As, Chicago, México, 1964) y por otros once de la veintena de diccionarios y enciclopedias consultados. Y en los que la incluyen, esa ignorancia del mundo de habla hispana respecto de la lengua Yiddish y de su cultura se vuelve más evidente todavía con sólo prestar atención al caos imperante, primero en la transcripción española de su nombre mismo, y luego, en su definición. Lo más usual es encontrarlo escrito según la grafía inglesa: “Yiddish”, matizada por una cantidad de variantes.

En francés sucede algo semejante. Se diría que el Yiddish, este país de la palabra, sin territorio, sin ejército ni policía, sin gobierno ni legitimación política, sigue siendo una lengua irreductiblemente extraña, la extranjera por antonomasia.

Los mil años del Yiddish

Esa extranjería envuelve al Yiddish de prejuicios e ignorancias. Están los que lo confunden con el hebreo y los que lo creen un alemán congelado o un alemán venido a menos. La aventura de este idioma, particularmente dramática y creativa, comienza allá por el año mil de nuestra era, con el asentamiento en las márgenes del río Rhin, en la región de Alsacia-Lorena, de unas comunidades judías venidas del norte de lo que hoy es Italia y del sur y centro de la actual Francia. Esos grupos humanos traían lógicamente consigo un léxico formado por expresiones hebreas y arameas de las plegarias cotidianas, de la Biblia y el Talmud, y de una vida pautada por las normas religiosas judías, pero en las regiones de las que venían habían integrado a ese léxico cierto número de vocablos de un itálico y un franco primitivos. Algunas de esas palabras románicas, rodando de boca en boca durante casi un millar de años, llegaron hasta nuestros días como reliquias de aquella primerísima época del Yiddish.

Por ejemplo: fachéile*, ese pañuelo que cubría la cabeza de abuelas y bisabuelas judías, toda una institución, y palabra que evoca de inmediato a las mujeres de los cuentos de Scholem Aleijem, sentadas en la feria o conversando con sus vecinas, andando lentamente por las calles de tierra de una aldea o sobrevolando los cielos de Chagall. Resulta conmovedor comprobar que fachéile es una recreación de la itálica fazzoleto, rodada de país en país con los judíos, e integrada a la lengua Yiddish con todo su poder evocador. Lo mismo sucede con algunos nombres de mujer como Iénte, Shpríntse, Braine, de las italianas Gentile, Speranza, Bruna, tal como del franco Belle se acuñó en Yiddish el nombre femenino Beile, y de Bon Homme, el masculino Búnem. Del latín: bentchn (bendecir) de benedicere; léienen (leer) de legere, etcétera.

La n y en finales de bentchn y de leienen provienen del germánico, ya que en su nuevo asentamiento, en Alsacia-Lorena, entre el Rhin y el Mosela, esta comunidad judía entró en contacto con una de las variantes de la primitiva lengua germana, el medio-alto alemán, del sur y centro de Alemania. A partir de allí, en un proceso que se extendió a lo largo de varios siglos, estos tres componentes –el hebreo-arameo, el románico y el germánico– fueron combinándose creativamente en boca de aquellos judíos, hasta dar vida a un nuevo idioma, escrito con caracteres hebraicos, el Yiddish antiguo. Era un Yiddish europeo-occidental, alsaciano, hablado aún por alguna gente.

Vale la pena acotar que el inglés se conformó por la misma época que el Yiddish a partir del vecino medio-bajo alemán, de ahí el estrecho parentesco entre tantos vocablos del Yiddish y del inglés. Listar las semejanzas entre ambas lenguas sería interminable. Pueden resultar ilustrativos, a título de ejemplo, las versiones Yiddish e inglesa de mano, viento, sangre, noche, madre, puerta:

Yiddish: hant vint blut najt muter tir
Inglés: hand wind blood night mother door

Resulta interesante observar las particulares funciones que los componentes germánicos y hebreos asumen en el habla Yiddish. Los términos provenientes del alemán designan en general, objetos o tareas comunes, mientras que los venidos del hebreo tienen una connotación santificada. Tomando algunos aparentes sinónimos: buj (del alemán Buch) significa en Yiddish simeplemente “libro” mientras que seifer (del hebreo sefer) significa “libro sagrado”; lérer (del alemán Lehrer): es “maestro”, mientras melámed (idem en hebreo) es “maestro hebreo de primeras letras”; frágue (del alemán Frage) equivale en Yiddish a “pregunta”, mientras káshe (del arameo kashiá) es “pregunta ritual o talmúdica”, por ejemplo, las cuatro preguntas de la noche de Pascua, di fir káshes.

El componente eslavo del Yiddish

Cuando las Cruzadas y demás movimientos agresivos empujaron a gran parte de los judíos de Alsacia-Lorena hacia el este, hacia Europa Oriental, los hablantes de aquel Yiddish primitivo entraron en contacto con las lenguas eslavas cuyo riquísimo folklore, convertido al judaísmo e incorporado al habla, le agregó al Yiddish un sabor inconfundible, hondamente comprometido con las emociones y los afectos. Este componente eslavo –sobre todo polaco, pero también ruso, ucranio y checo– particularmente popular, sabroso y fecundo, fue el cuarto elemento fundante del Yiddish moderno, y el que terminó de diferenciarlo claramente del alemán y de todos sus demás progenitores. Del eslavo incorporó el Yiddish, sonidos palatales (niánie, niñera; liálke, muñeca); interjecciones intraducibles (nu, que acepta cien entonaciones distintas significando cien cosas diferentes, como ¡vamos!, ¿y?, ¡adelante!, etc.), o diminutivos de ternura (góteniu, Diosecito, no como expresión diminutiva sino de cariño, siendo Gott, Dios en alemán, y la terminación niu, eslava.

Sólo en Yiddish, mediante una conjunción así, se expresa esta cercanía y familiaridad con lo divino, que no es propia del hebreo ni del románico, y mucho menos del alemán). Sólo sobre este tema de la síntesis espiritual lograda en el Yiddish con la incorporación de eslavismos, podrían llenarse páginas y páginas. Para ejemplificar agreguemos algunas palabras más, convertidas del eslavo al Yiddish, y dotadas de un sonido y sabor particulares: iáshtcherke, lagarto; kliámke, picaporte; bóbe, abuela; paskudniák, atorrante; kátchke, pato; shmáte, trapo.

Para cerrar esta referencia a las diferentes confluencias idiomáticas, corresponde señalar la íntima fusión, palabra a palabra y frase a frase, que estas lograron en la lengua Yiddish. Un ejemplo es el góteniu que mencionamos más arriba; para dar un par de ejemplos más: la palabra shlimazálnik, desgraciado, es la conjunción de shli, partícula negativa del alemán; mazl, suerte en hebreo, y la terminación nik, eslava que sirve para atribuir una cualidad a una persona; póierim, campesinos, de poier, campesino en alemán, y terminación im hebrea para el plural masculino; pénimer, rostros, donde al revés del caso anterior: panim, es rostro en hebreo y er, terminación germana para plural. El lingüista Max Weinreich solía citar una frase para mostrar la complejidad de esa fusión: Nojn bentshn hot der zeide guekóift a séifer (tras la bendición el abuelo compró un libro sagrado). Séifer proviene del hebreo; bentshn, del románico; zeide, del eslavo; nojn, hot, der, guekóift, del germánico.

Hablada hasta las vísperas de la Segunda Guerra Mundial por unas doce millones de personas, esta lengua sin territorio propio ni Estado nacional, dio nacimiento a una impresionante literatura, tan rica como poco conocida fuera de sus propios límites idiomáticos.

Luego de una larga Edad Media, con trovadores y poetas religiosos creando en un Yiddish primitivo, al igual que las lenguas romances en su lucha con el latín, ese Yiddish — adoptado masivamente por los judíos de Europa Oriental– tuvo que enfrentarse con el hebreo de los rabinos ortodoxos y con el alemán de los iluministas. Fue a partir de la segunda mitad del siglo XIX que encontró su propia voz en un conjunto de escritores de altísimo nivel, comenzando por los tres clásicos –Méndele Moijer Sforim, Scholem Aleijem e Itzjok Leibush Péretz– detrás de quienes surgieron caudalosamente, generación tras generación, como el estallido de una voz largamente contenida, prosistas y poetas, dramaturgos y ensayistas, que expresaron en Yiddish sus preocupaciones universales con una densidad contemporánea y milenaria.

Conociendo lo producido en lengua Yiddish en el curso de los últimos cien años, no suena exagerada la propuesta que hiciera después del Holocausto el poeta Méilej Rávich: la de reunir las principales obras de esa literatura y canonizarlas, conformando con ellas una nueva Biblia judía, esta vez en Yiddish. Pese a que falta la perspectiva que brinda el paso del tiempo, la dramática experiencia judía a lo largo del siglo XX, expresada en Yiddish por voces de primerísimo nivel poético y literario, tiene efectivamente una clara resonancia bíblica.

El Yiddish, el hebreo e Israel

Como es sabido, en 1948, al constituirse en Estado tras el Holocausto, Israel adoptó el hebreo como lengua oficial, seguida por el inglés y el árabe como lenguas auxiliares; el Yiddish quedó reducido entonces, en el país de los judíos, a lengua extranjera. Esta dramática paradoja fue la culminación de una larga pugna ideológica entre el Yiddish y el hebreo, dos lenguas hermanas.

El escritor israelí Aarón Megued es autor de un ensayo, “Reflexiones sobre dos lenguas”, donde dice: “Hay momentos en que miro por la ventana hacia la calle y juego con una idea: ¿Qué hubiese ocurrido si toda esta gente en Tel Aviv y en el resto de Israel, los dueños de los negocios, los conductores de taxis y ómnibus, los policías, los soldados, los niños bronceados que vuelven de la playa, los hombres jóvenes en shorts, los niños que juegan a la pelota, los empleados de bancos y correos, si todos ellos hablaran Yiddish en vez de hebreo en la calle, en sus casas, en el ejército, en el campo, en la fábrica? No dudo que todo sería distinto; el carácter de esta gente sería distinto, sus conceptos, sus modales, sus relaciones, sus actitudes hacia el país, sus actitudes hacia una cantidad de valores. Porque si es cierto que la gente moldea su idioma, es igualmente cierto que un idioma moldea a la gente que lo habla.” (4) Pero Israel se constituyó en derredor del idioma hebreo, como resultado de un proceso ideológico complejo y notable, pero frustrante y doloroso para los enamorados de la lengua Yiddish y su cultura, lengua y cultura que acababan de sufrir pocos años antes del nacimiento de Israel, la tremenda pérdida de la mayor parte de sus hablantes y creadores.

A finales del siglo XIX este par de lenguas unidas por lazos fraternales, el entonces pujante Yiddish y el hebreo casi reducido entonces a silencio, habían ingresado en un terreno conflictivo. Por esos años la mayor comunidad Yiddishparlante –compuesta por más de cinco millones de almas– estaba concentrada en Rusia(5), y recluida allí por la antijudía legislación vigente a una Zona de Residencia.

Su vida, signada ya por una dura pobreza, sometida por añadidura a persecuciones y pogroms, se volvió insoportable. Esa olla a presión produjo oleadas migratorias que llevaron judíos rusos a los Estados Unidos, a Cuba, a Brasil, a la Argentina, y también produjo corrientes ideológicas de diferente signo.

Algunas llamaban a luchar por el logro de una vida digna en el lugar, sea integrados a los movimientos socialistas generales o –según el Bund– como minoría cultural judía socialista. Encarando la encrucijada desde una otra perspectiva, los sionistas consideraban la emigración a Palestina y la constitución de un Estado propio, la única solución definitiva para la dramática situación de los judíos rusos y para la cuestión judía en general.

Quienes proponían que los judíos se uniesen a la lucha general por los derechos del hombre y del trabajador, tenían naturalmente por idioma el ruso, pero los bundistas, que llamaban a los judíos a participar, sí, de la lucha general, pero defendiendo sus derechos particulares como proletarios y como judíos, tomaban al Yiddish de las masas judías por bandera. Los sionistas, por su parte, que soñaban con crear en las históricas tierras de Israel un país nuevo y un hombre judío nuevo, dejando atrás los para ellos despreciables dos milenios de Diáspora, ambicionaban remozar la antigua lengua de la independencia judía, el hebreo.

Esta divisoria de aguas resume uno de los puntos de partida de la pugna ideológica entre el Yiddish y el Hebreo. Desde ya que no todo se dio en blanco y negro.

Una parte de los sionistas –que eran también socialistas– reivindicó al Yiddish por ser la lengua de las masas judías. Es clásico el caso de Ber Borojov, “el genio de Poltava”, ideólogo del sionismo socialista y brillante orador en lengua rusa, que habiendo estudiado Yiddish sólo para tener un idioma común con el pobrerío judío, se enamoró a tal punto de esta lengua que terminó dedicándole notables estudios filológicos.

Las escaramuzas entre el Yiddish y el hebreo tuvieron lugar en diversos escenarios. Una vez conformada, tras la revolución, la Unión Soviética, consideró al sionismo un “movimiento burgués reaccionario” y sencillamente prohibió el hebreo llevando el ridículo al extremo de castigar las palabras Yiddish de origen hebreo cambiando su grafía tradicional. Por otra parte, para la población judía de la Palestina preestatal su lucha por el renacimiento del hebreo simbolizaba sentirse continuadores, con la lengua bíblica, de la antigua nación judía independiente, y asimismo lograr la unidad del pueblo judío mediante la fusión, en un idioma común, de hablantes y culturas. Apuntaban a quienes traían un bagaje lingüístico Yiddish o judezmo, pero también a los portadores de todas las otras lenguas habladas por los judíos que llegaban al Estado judío en ciernes desde todos los rincones de la Diáspora. El costo de esta borratina forzada de lenguas y culturas recién se pudo apreciar en casos arquetípicos, como el de los judíos venidos del Yemen o de Etiopía, pero eso fue mucho más tarde. En aquella primera época primaba la ilusión de la fusión de diásporas

Fue recién a partir de la Primera Guerra Mundial y de la tercera oleada inmigratoria a la entonces Palestina, que se impuso la tendencia hebraísta. Pero la Segunda Guerra Mundial, destruyendo físicamente hasta su raíz las principales juderías Yiddish-parlantes, otorgó una triste victoria a los defensores del hebreo, consagrado como lengua oficial del Estado de Israel.

Sin embargo, pese a la falta de reconocimiento oficial, Israel se transformó en uno de los principales centros de una cultura Yiddish viviente. Desde las apasionadas diatribas anti-Yiddishistas de líderes como David Ben Gurión pasó mucha historia. En el ínterin el Yiddish integró términos, conceptos y expresiones al hebreo, ocupó por derecho propio un lugar destacado en las universidades israelíes, fue incluido como materia optativa en sus escuelas secundarias y su cultura mereció un reconocimiento especial por parte del Parlamento de Israel, todo lo cual no mitiga la difícil situación de esta lengua con más historia, literatura y prestigio que hablantes.

Pero como decía Isaac Bashevis Singer parafraseando a Mark Twain, “los rumores acerca de la muerte del Yiddish son muy exagerados. El Yiddish tal vez esté mal de salud, pero en nuestra historia, entre estar enfermo y estar muerto hay un gran trecho. Por otra parte los judíos suelen sufrir de muchas dolencias, pero la amnesia no es una enfermedad judía.”

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