Era una casa grande, toda la ciudad lo era, y caía lluvia en señal del milagro. Dios se había enseñado a sus rabinos. En aquella época aun de pobreza extrema se estudiaba la Torá en todas las casa, también se prendían las velas del shabat mientras se hablaba del fin del mundo. Ya era la hora que llegara el mashiaj, el rey del mundo oculto entre las nubes de los libros.
Los rabinos viajaban en sus shofares de carnero, no era fácil dejarse crecer la barba en una sociedad secular, muerta, que había afuera. A los muertos no les crece la barba. A los muertos no se les cree. Lo mismo crecía en conocimientos sobre los muertos, rezaban, no por sus cuerpos, sino por sus espíritus. El mundo era oscuridad, y el espíritu luz. Lo oculto era mejor que lo revelado, por ello un libro no escrito era siempre mejor que uno escrito. Aun así sus vidas estaban rodeadas de libros y bibliotecas, tanto de libros como de naturaleza sagrada en ellos.
Entre mayor y más larga era la barba, mayor la señal de la entrada. Es difícil creer que llegue a todo ello en un autobús de Egued. Supongo que toque antes la estación central, pero no lo recuerdo, no era importante.
Lo único que recuerdo como un sueño es de pronto estar difundido en una interioridad en el mundo de Dios. Los rabinos de barba larga se convirtieron en mis héroes, con tan solo verlos vislumbre la luz absoluta y total, sentí como si viajara en un sueño dentro de mi mismo. El autobús es una cama que me lleva a Jerusalén. Me lleva al interior de mi mismo.
Juro no haber visto cosas físicas, sino únicamente espíritus. No recuerdo haber visto nada sino únicamente la totalidad. También sentí una sensación dorada que salía de la gente, especialmente de sus barbas. Claro, había muchos pelirrojos de ojos claros. También salía un aura de las construcciones de piedra.
No entre nunca en la ciudad sino directamente me introduje en sus espíritus. Sus espíritus son vehículos para conocerme. Tienen muchos objetos sagrados en sus casas, pero yo no me fije en estos, a pesar de que muchos eran de oro y plata. Tampoco me fije en sus palabras, sino en el movimiento integral de los labios como en una sinfonía total. Y más bien, el olor sagrado de sus alientos, que se puede suponer que era por el pan y el vino de cada semana, por el Espíritu Sagrado.
Llovía y era una señal de milagro. Llovía tenuemente, pero era un buen año definitivamente, Dios se mostraba abiertamente, positivo, alegre, abiertamente en el espíritu de la gente. Sus ojos eran ventanas luminosas y llenos de sabiduría y profundidad, igual que sus almas abiertas hacia lo superior.
Todas las construcciones eran una misma, por eso escribí al principio que se trataba de una casa grande, aunque en realidad ni grande ni pequeña, sino sola una casa, una construcción única. Toda la Jerusalén sagrada es una casa, una sola.
La Jerusalén no sagrada esta muerta, viven allí muertos, espíritus desahuciados, aunque no se les puede llamar muertos, porque nunca estuvieron vivos. Para morir hay que vivir.
Pero en la Jerusalén a la que me refiero, la Jerusalén sagrada, no existe la muerte, la vida es absoluta y total, sagrada totalmente. No se como me di cuenta que llovía, pues mi espíritu no estaba dentro de mi cuerpo, y mi cuerpo no estaba mojado, aunque de ninguna manera estaba yo muerto. No sentía nada más que lo absoluto. De allí que luego aprendí a detestar a aquellos que dicen que no existe lo absoluto.
Otro asunto que me impresiono fue la vestimenta elegante de los rabinos, negra, total, absoluta. Solo luego comprendí que era para ocultar el peso del cuerpo de las impurezas. Impurezas. Una palabra que detesto. El negro contiene la luz, abriga la luz.
Llovía muy suavemente, casi no se sentía, pero había sido un día extasiante, y solo así me hicieron bajar y notar que la naturaleza existía, y en esta ocasión, bajaba desde el cielo en forma húmeda. Me enseñaron una fotografía de un rabino, el Rebe, y me explicaron que en el futuro iba a tener un hijo. Yo era parte de ellos, aunque no lo sabia aun, yo era una parte integra de El.
Me gustaron sus sombreros negros y sus barbas largas, y me sentía apegado a ellos como si fuéramos uno mismo.
Amo Jerusalén, amo Jerusalén, y en la misma proporción hoy detesto al resto del país, se lo cedo a los universalistas.
Jerusalén es total, es sagrada, es dorada, es integra, es única. Su color no es físico, y temo no poder explicarlo sino como el aura de lo sagrado, solo se puede ver con los ojos del espíritu. El caso es que todo era perfecto como una sinfonía clásica, arruinado lentamente por el pensamiento de los otros, por el proceso de los otros.
Esta semana, diez años después, volví a Jerusalén, y note que sus habitantes son diferentes a los del resto del país, son bondadosos y positivos, gente buena que sabe sonreír y contestar amablemente.
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