Bárbaro anacronismo

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“Voy a vender a vuestras hijas en el mercado, en el nombre de Alá… Hay un mercado para vender personas y Alá nos dice que debemos hacer eso. Ya os avisé de que la enseñanza debía cesar. Niñas, debéis abandonar la escuela y casaros”:

Habla Abubakar Shekau, líder de la secta islamista Boko Haram, tras secuestrar a doscientas niñas en un liceo nigeriano. Algunas, anunció anteayer, serán vendidas como esclavas. Otras, como esposas. O sea, lo mismo: ganado, del cual los soldados de Alá pueden disponer a su antojo.


Nada extraño para quien haya seguido la historia de esa secta, fundada por Mohamed Yusuf en 2002 bajo el impulso islamista con que se abrió el siglo después de los atentados de Manhattan. Porque se trata de una secta. Para la cual –en rigurosa ortodoxia coránica– no hay más ley que la de Dios, que el Corán cifra. Un secta que condena como sacrílega cualquier política que no se ajuste por completo a la sharía. Una secta de pintoresquismo extremo. Y aterrador. Que aúna el coránico rechazo de cualquier saber con la invasión total de la vida privada. Que castiga la ropa ceñida o la presencia de mujeres solas en los taxis. Que prohíbe formalmente a sus miembros –masculinos, por supuesto– ser funcionarios públicos, porque eso podría obligarles a la horrible aberración de tener que cortar sus barbas

A Boko Haram –que se traduce cómo “la escuela es pecado”, aunque sus adeptos prefieren autodenominarse Jama’atu Ahlis-Sunnah Lidda’awati Wal Jihad, o sea, “discípulos del Profeta para la propagación del islam y la guerra santa”– sólo lo distingue de otras corrientes del islamismo africano, la prioridad absoluta que da a lo religioso. Y la literalidad coránica de sus mensajes. Boko Haram juzga corruptora la enseñanza, y la prohíbe por completo en las mujeres, considera que son abominables la igualdad de sexos y el calendario gregoriano, que no pueden ser toleradas las diversiones que alejen de la devoción. Y, ya de paso, condena la perversidad de aquellos que enseñan una astronomía heliocéntrica incompatible con la ubicación de los siete paraísos que el Corán revela.

Uno ve el vídeo en el cual el jefe de esa banda de bárbaros anuncia la venta –a unos 12 dólares por cabeza– del botín de niñas obtenido, y cree estar en otro mundo. El impávido salvajismo del tal Abubakar es de una comicidad insoportable: se diría una versión africana y muy extrema de los más locos personajes de Sacha Baron Cohen. Pero la risa es aquí reacción histérica del espectador para no volverse loco. De ira. Porque la alucinación sucede de verdad. Porque ese matarife, que desde la pantalla ordena “matad, matad, matad, porque esta es una guerra contra todos los cristianos”…

…ha secuestrado de verdad a más de doscientas menores en el colegio donde cometían el insulto al islam de estar estudiando. Porque las que escaparon han descrito atroces violaciones en masa. Porque la venta de esas criaturas está siendo realizada. Y porque todos saben hasta qué punto será imposible recuperarlas una vez que sus compradores se hayan mimetizado en el paisaje.

Un bobo culto al buen salvaje lleva aún a algunos, desde la plácida Europa, a atribuir los males africanos a herencias coloniales. Y a ver en la crueldad de predadores como Abubakar Shekau la legítima reacción indígena contra el perverso etnocentrismo imperialista. Desde la plácida Europa. Hace falta ser estúpido. O bien, muy mala gente.

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