Es verdad; en todo Estado democrático cualquier ciudadano acusado de algún delito – por más grave que éste sea – debe ser considerado inocente y le corresponde a las autoridades pertinentes demostrar lo contrario. ¿Es verdad? ¡Sí! Toda la verdad ¿En todos los casos? ¡Sí! En todos los casos. Así debe funcionar un Estado de Derecho.
Entonces, si la Policía recomienda a la Fiscalía General juzgar y culpar a Binyamín Netanyahu por dos casos graves de soborno (todavía está investigando dos causas complejas más), ¿Por qué – si realmente vivimos bajo un régimen democrático y pretendemos mantenerlo – debemos relacionarnos a esta situación de forma diferente?
Acontece que Bibi no es almacenero ni vendedor de muebles ni siquiera mecánico dental. Se trata de un primer ministro de Israel, máxima autoridad electa, responsable de tomar las decisiones más cardinales que – de una manera u otra – atañen a toda la población de Israel: seguridad, presupuesto, legislación, etc. Bibi, como todo ciudadano común y corriente, tiene todo el derecho de ser considerado inocente hasta que algún juez lo condene o no, pero sólo como todo ciudadano común y corriente; no como primer ministro. Es el mismo derecho que no tendría un jefe del Estado Mayor de Tzáhal sospechoso de traición a la patria o cualquier presidente o ministro acusado de violación, fraude, acoso sexual, asesinato, robo o deslealtad a su cargo, entre otros delitos.
¿Cómo puedo estar tan seguro? Porque el mismo Netanyahu, en 2008, cuando era jefe de la oposición parlamentaria, lo afirmó en relación al entonces primer ministro, Ehud Olmert, en momentos en que éste estaba siendo investigado y todavía la Policía no había recomendado llevarlo a juicio: “Se trata de un primer ministro hundido hasta el cuello por investigaciones. No tiene ni puede tener mandato público y moral para decidir sobre asuntos tan determinantes para el Estado de Israel, porque existe la verdadera sospecha que sus decisiones puedan partir de la base de resolver los peligros tomando en cuenta su supervivencia política personal antes que el interés nacional. Lo que debe hacer es devolver su mandato al pueblo y convocar a elecciones”, dijo Bibi en aquella oportunidad ante todos los medios y mostrándose muy seguro de si mismo.
Netahyahu se encuentra actualmente en una situación peor que la de Olmert en el momento en que él mismo pronució dicho discurso y – si alguna vez pretende volver al poder – le quedan apenas dos opciones: autosuspenderse en el cargo – hasta que la causa de aclare – o renunciar, así como lo hizo el ex presidente Katsav. Sólo él puede hacerlo; nadie puede obligarlo. Pero de no proceder de una de esas dos maneras, todo lo que lleve a cabo, cualquier decisión que tome, no podrá ser juzgada limpiamente por la ciudadanía.
El mejor ejemplo lo vivenciamos en esta misma semana: En una reunión con los diputados del Likud en la Knéset, Bibi afirmó que últimamente mantuvo conversaciones con Trump para analizar la posibilidad de anexar los asentamientos judíos en Cisjordania. Lo hizo a fin de satisfacer a sus socios de la coalición gubernamental que desde hace tiempo se lo vienen exigiendo. Pero, al enterarse de ésto, la Casa Blanca – que supuestamente se encuentra en “intensas relaciones amorosas” con Netanyahu – calificó sus palabras de “mentiras” y le exigió “desmentirlas de inmediato”. El Bibi soberano, que no aguanta presiones, “obedeció las órdenes” y en un mismo día anexó los territorios y volvió a colocarlos bajo régimen militar. ¿Qué lo llevó a obrar de esa forma?: colocar su interés personal (conservar el poder) por encima del nacional.
Otra razón por la que Netanyahu debe optar por una de esas dos opciones es la seguridad del Estado que a él tanto le preocupa y nos preocupa. La tensa situación en nuestra frontera norte, con Irán tratando de afianzarse militarmente y poniendo a prueba nuestro estado de alerta y nuestra paciencia al extremo, o las contínuas amenazas de Siria y de Hezolá, no le permiten a Bibi – como no le permitió a Olmert – accionar objetivamente tomando en cuenta sólo el interés nacional. Lo mismo es válido para medirse con los frecuentes lanzamientos de morteros y misiles desde Gaza o la constante lucha contra el terror palestino en Cisjordania.
Pero hay un motivo más para que Netanyahu se aparte de la política hasta que se aclare su situación jurídica, al que considero fundamental y que está relacionado directamente con el futuro de la sociedad israelí y la credibilidad en sus instituciones nacionales. En su función de primer ministro Bibi no puede seguir demonizando a la Policía, como lo viene haciendo, o como lo podría hacer más tarde con la Fiscalía General o con los jueces de los tribunales si éstos no se pronuncian a su favor. La ciudadanía de Israel no cuenta con una Policía, una Fiscalía General o Tribunales de reserva. Cada día miles de oficiales y agentes, así como decenas de juristas y jueces, se levantan por la mañana y van a sus oficinas o a lugares en conflicto para hacer cumplir las leyes y salvaguardar nuestra seguridad y nuestras garantías civiles. Tardamos mucho tiempo en conseguir todo ésto y ni Netanyahu ni nadie es suficientemente importante como para darse el lujo de ampliar la grieta ya existente en la sociedad, seguir dividiéndola en “buenos y malos” y llevarnos a enfrentar abiertamente contra nuetros organismos nacionales.
Más que la inocencia o culpabilidad de Bibi, lo que en estos momentos está en juego es la existencia democrática y la convivencia social en el único Estado judío del mundo.
Israel, el Estado judío y democrático, necesita para su existencia una virtud fundamental: la confianza. Sin su construcción permanente, no puede ser auténtico.
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