Se han dado a conocer ya los resultados de las elecciones presidenciales egipcias celebradas hace diez días. Como era de esperarse, el presidente Abdel Fatah al-Sisi triunfó rotundamente para seguir en el puesto con, ni más ni menos, 97% de los votos a su favor. Luego de haber sacado de la competencia a potenciales rivales como los militares Sami Anan y Ahmed Shafik, bajo acusaciones de irregularidades diversas, ya sólo apareció en las boletas un solo contendiente más, aparte de Al-Sisi, Moussa Mostafa Moussa, cuyo papel —se sabía— fue el de comparsa para dar legitimidad al proceso electoral y quien obtuvo 2.9% de los votos, es decir, aproximadamente 656 mil.
De los 60 millones de ciudadanos inscritos en el padrón, sólo 41% asistió a las urnas. Este exiguo flujo de votantes tiene que ver con la percepción de que toda la elección era un simple teatro, además de que una coalición de ocho partidos de oposición y 150 personalidades conocidas por sus posturas críticas y pro-democracia, habían llamado a boicotear la elección. Por otra parte, también fue interesante que de los votos considerados inválidos —7.27%—, un millón de ellos estuvieron marcados a favor de una figura enormemente popular: el futbolista egipcio Mohamed Salah, quien juega en el Liverpool inglés como delantero, ha anotado 18 goles en 22 partidos y fue figura clave para que Egipto consiguiera su pase al Mundial 2018 a celebrarse en Rusia. Por supuesto, Mohamed Salah es un ídolo para los aficionados al futbol y, en este caso, fungió como el concentrador de la protesta social.
Cada vez es más común en una gran cantidad de entornos y gracias a los actuales medios de comunicación, que personajes del mundo del espectáculo, ya sean deportistas, cantantes o actores, sean objeto de un culto popular que los proyecta hacia el ámbito de la política en calidad de salvadores. Y si bien en Egipto no existía la posibilidad de que esa preferencia se concretara, el hecho revela no sólo una reacción contra la farsa electoral, sino también la tendencia tan actual de proponer y, en muchos casos, efectivamente, lograr que figuras que nada han tenido que ver con el abordaje de problemáticas políticas y sociales, obtengan, gracias a la fascinación que ejercen sobre multitudes, puestos de liderazgo en esas áreas. En México bien lo sabemos.
La aplanadora pro Al-Sisi también se manifestó después de las elecciones mediante represión a medios que fueron críticos de la manera en que se armaron los comicios. Así fue como dos días después de que el Consejo Supremo de Regulación de Medios exigiera al sitio de noticias Masr-al- Arabiya pagar cerca de tres mil dólares de multa por reproducir un artículo de The New York Times que versaba sobre alegatos de irregularidades durante la elección, el mencionado sitio web fue clausurado y su editor en jefe, apresado. De igual modo, otros sitios similares han sido bloqueados por denunciar las maniobras del régimen para mantenerse en el poder.
A la luz de esos acontecimientos, cabe la reflexión acerca del significado para Egipto de la rebelión popular que emergió en 2011 y que fue conocida como la Primavera Árabe. En aquellos momentos el derrocamiento del presidente Mubarak, que tenía 30 años en el poder, parecía anunciar el fin de las dictaduras unipersonales que habían sido la norma en Egipto a lo largo de toda su historia moderna. Siete años después, lo que sucede hoy en Egipto echa por tierra esa expectativa. Por lo visto, los movimientos sociales que consiguen tumbar regímenes políticos verticales y autoritarios, sólo en contadas ocasiones se libran de caer de nuevo en esquemas similares.
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