En un momento de palpitación sintió que el corazón se le iba a salir del pecho y los ojos del rostro e iba a morir instantáneamente sin poder volver a casa. Comenzó a escuchar su propia voz, una voz puritana de sus pasados.
—Resulta muy difícil, tal vez imposible, hablar sobre la muerte. Siempre pensé únicamente en mí mismo—. Pensó unos segundos cómo prepararse para morir, y recordó los análisis de grandes filósofos como Platón, Schelling, Schopenhauer, Levinas y otros.
No hay nada tan evidente ni nada que nos pueda resultar tan misterioso e incomprensible como el hecho de saber que nos dirigimos hacia la muerte, pues es la única experiencia que se nos mantiene velada. Por más que intentemos aproximarnos a ella por analogías y suposiciones, esta experiencia es un secreto que sólo no le pertenece al ser sino a la hora de morir. El que ha muerto no puede ya decirnos nada al respecto.
No merecía otra cosa sino lo que le estaba sucediendo. Sabía que desde su nacimiento había sido asignado a la muerte, pero en su testarudez pensaba que podría trascenderla y erigirse en la eternidad. La concesión de la vida incluye esta concesión. Pero aunque ella sea condición de posibilidad de la vida misma, y de igual forma, la condición de posibilidad de la muerte sea la vida misma, el hombre no sabe morir, aprender a morir. ¡Y ese aprendizaje dura nada más y nada menos que lo que dura su propia vida!
—No se puede aceptar la muerte si no se cumple primero con la condición de la renuncia al yo, eso que jamás alcance— le dijo una voz.
Bernard había buscado el espíritu de los árboles en la materia de la vida, en las sustancias, las semillas, la savia, las maderas, las ramas, los dibujos, las fotografías, la poesía, pero había olvidado buscarlo allí donde se encontraba: en la muerte, la desintegración del ser.
Rendido por no haber encontrado a su espíritu, ni a los arboles danzantes, ni a la música y el murmullo mágico, ni a su pino que debía ser ya un gigante, vio como el bosque se iba desvaneciendo, y luego toda la realidad como si siempre hubiese sido invisible. Solo veía la luz del infinito.
—El eterno retorno— musitó.
La figura de una mujer con ramas y hojas en los brazos salió de entre los árboles y le acaricio la cabeza y luego el rostro como aprendiendo un lenguaje, hasta que finalmente lo abrazo dándole calor. Le coloco un anillo en el dedo.
—He sido un cabeza dura toda mi vida—.
De pronto la mujer desapareció y se volvió a tallar los ojos bloqueados y húmedos por redes fotosintéticas. Comprendía que veía alucinaciones. Quizás el golpe en la cabeza había sido más fuerte de lo que había creído, y lentamente su espíritu levitaba.
¿No es desgarrador, sin embargo, que para aceptar mi muerte -la aniquilación total de mi existencia- tenga que aprender ya desde el transcurso de mi vida a renunciar a mi yo por el que afirmo y reconozco la singularidad de mi vida? ¿Por qué esta exigencia? ¿Es legítima? ¿Esa exigencia no menosprecia la vida en favor de la muerte? ¿Es esta exigencia mera fabricación del pensamiento o es una real condición que impone la muerte?
“Schopenhauer reduce el recogimiento del individuo que se angustia por su muerte propia a un hecho insignificante. Al principio metafísico de la creación, a la Naturaleza omnipotente y despiadada, “nada le importan la vida o muerte del individuo”.
Bernard le hablaba moribundo e indiferente a la vez a la Naturaleza que, como Voluntad ciega que se objetiva en sus criaturas, asegura la continuidad de su objetivación en la preservación de la existencia de las especies. Bernard ocupaba sin embargo el último sitio en la evolución de la creación: un error en la creación que nunca debió de existir. Comprendió en lo ancho y amplio de su propio ser que la muerte propia no sólo le era indiferente sino que le daba paz, finalmente no se buscaría a sí mismo en trucos y formulas, y no buscaría el espíritu de los árboles en signos externos, sino en la desintegración social y total, física y humana de su ser, como una semilla en acto profético cuya pudrición produce una melodía divina.
Sabía que estaba alucinando.
—La individualidad de la mayoría de los hombres es tan miserable y tan insignificante, que nada perdemos con la muerte. Pero la angustia por mi muerte no se mitiga con saber que a la Naturaleza le es indiferente este hecho, ni con saber que a mi muerte aquello que yo fui retorna al origen— le susurro Bernard a los árboles— sino por el hecho que no lo comprendí en vida—.
Los arboles comenzaron a danzar en círculos agitando sus gotas de savia en la música coral como fuegos artificiales en el cielo negro.
—No me es indiferente que la aniquilación de mi existencia retorne al ser o se hunda en la Nada, es una catarsis profunda y para nada profana, yo me angustio por la total aniquilación de mi existencia. Sin embargo comprendo que mi muerte y la angustia de que con mi muerte se me niegan la posibilidad de seguir habitando en el mundo, retorno a ustedes, en este espíritu que busque—.
Ninguna elucubración filosófica podía calmar la angustia de Bernard por la muerte propia. En esta angustia intuía que toda su existencia está atravesada por un conflicto esencial: el hombre tiende a la perfección absoluta de su ser afirmándose por su libertad, pero la posibilidad del cumplimiento de su perfecta realización está irremisiblemente condenada al fracaso por su condición de mortal.
Bernard abrió los ojos y vio el anillo, vio un rayo de luz. Se abrieron más sus ojos tratando de definir su luminosidad y vio que no era un anillo sino una rama circular atorada en su dedo.
La angustia de mi muerte me lleva a preguntar por mi libertad. Quizás el peso de la carga de tener que hacerme responsable de mi libertad desmienta esa posibilidad a la que aspiro de alcanzar una perfecta realización. Ser un hombre libre significa estar infinitamente abierto para. Por lo tanto, mi libertad me impide, por más que me esfuerce, delinear una completa realización de mi ser. Si no fuera por mi muerte, yo sería un ser eternamente insatisfecho. La cuestión es que, a nuestros ojos, la muerte casi siempre se equivoca: llega cuando no debe llegar, por lo que pocas veces es bien recibida. Además, no sólo es inoportuna, sino que desbarata y disuelve la obra que con tanto afán habíamos construido: nuestra vida propia.
Se iluminaron los árboles y volvió el resplandor. Bernard despertó de su sueño mientras que veía a los arboles cantar fuera de la iglesia. Se levantó despacio apoyándose con las manos en los troncos a su alrededor y camino hasta la carretera.
Amaneció en la cátedra del nuevo siglo. Allí, automóviles viajaban, y encontró el camino de retorno a casa.
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