Los regímenes autoritarios no son casos aislados en la humana historia. Al contrario. Con diversas modalidades y duración cabe identificar algunos de sus múltiples rasgos en diferentes periodos de la Grecia socrática como en la Judea de David, en la Roma de César como en la España de Cervantes. Y no pocos países de Asia, África y América Latina han revelado en diversos periodos- sin excluir estos días- no pocas de sus expresiones, tanto en los escenarios políticos como en la intimidad familiar.
La difusión de ideologías que sacralizan a un líder o a algún autoritario conjunto de principios abrió camino a escenarios en los que, en nombre de la libertad y la justicia, gestaron regímenes que en la práctica deshicieron estos ideales. Un hecho capaz de multiplicarse cuando en estos días se conoce el rápido crecimiento de un acervo tecnológico que facilita a los poderes tanto la uniformidad de la opinión pública como la rápida identificación de aquellos que se atreven a – o son capaces de – apuntar sus debilidades y mentiras.
En este escenario cabe recordar un importante antecedente.
El aplaudido libro de George Orwell – 1984 – tradujo las experiencias de este autor en múltiples coyunturas. Primero, en la India donde nació en 1903 cuando Inglaterra extendía sus brazos imperiales. Después, en los cercanos contactos con su abuelo quien en Jamaica poseía un amplio dote de esclavos. Siguieron sus experiencias en las universidades británicas en las que conoció a menudo una acerada disciplina que en lugar de encender el talento lo suprimía.
A estas experiencias se sumaron sus labores como policía en Birmania, la activa participación en la guerra civil española en los años treinta empujado por la adhesión a los planteamientos radicales de Trotzky, y sus labores en las redes de la BBC británica durante la agresión nazi a Londres. Y nunca abandonó su aspiración de ” transformar la escritura política en arte ” como bien revelan sus libros. Víctima de la tuberculosis que le afectó a temprana edad falleció antes de alcanzar los 50 años.
Aquí atenderé sólo uno de sus libros. Algunos rasgos del actual panorama nacional e internacional justifican esta preferencia.
1984 describe un mundo en el que el apretado control de los ciudadanos es una penosa y disolvente rutina. No sólo recursos militares y policiales sirven en este asfixiante ejercicio. Los medios de comunicación, las redes sociales, el pertinaz apunte a enemigos reales y ficticios se suman a una constante actividad represiva.
En La rebelión en la granja Orwell ya había anticipado sus ideas en torno al brote y desenvolvimiento de regímenes totalitarios. Presentó allí un conjunto de animales que, animados alternativamente por la astucia y la inocencia, levantan un régimen dictatorial. Páginas en implicaron una áspera censura no sólo al régimen soviético; también a gobiernos autoritarios que a la sazón proliferaban en el mundo.
A ellas siguió 1984, libro que vio la luz pocos meses después de su temprano fallecimiento; frisaba entonces lo 46 años de edad. Aquí describe a Oceanía, un régimen totalitario en perpetua pugna con vecinos que presentan análogos caracteres. No sólo los actos de sus pobladores son eficazmente vigilados; incluso la íntima conducta y la personal reflexión de los ciudadanos merecen control por medios no convencionales. Y todos deben coincidir en el odio al peligroso enemigo que lleva por nombre Emmanuel Goldstein, figura que representa a Trotzki, personaje admirado por Orwell.
Julia es en este entorno el único personaje resuelto a resistir el control totalitario que abruma a los ciudadanos-esclavos. Cree haber encontrado en Winston un amigo y un amante que coincidiría con ella en el afán de liberarse del régimen represivo. Ilusión que se deshace con rapidez cuando en la prisión y bajo astuta tortura Winston se rinde y le traiciona.
El imaginario panorama orwelliano traduce las experiencias y los contactos del autor con regímenes autoritarios tanto nacionales como familiares. Realidades que pueden dilatarse en estos días. La masiva difusión del covid, el considerable número de sus víctimas, el debilitamiento cuando no la parálisis de las actividades productivas y culturales, el perfeccionamiento de los sistemas de control público, el cierre de fronteras: pasos que ya no son figuras literarias de un Orwell. Lamentablemente, hoy forman parte de la humana experiencia y ya asumen una trágica expresión entre los múltiples afectados que, en hospitales y en aislados rincones, conocen la soledad y la muerte.
Lectura y reflexión hoy ineludibles.
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