La más antigua biblioteca occidental de la que se tenga noticia fue la del tirano Pisístrato, que veía en su colección una manera de capturar el pensamiento de los hombres cuyas almas, libres y difusas, no se dejaron controlar nunca. Tras la batalla de Salamina Jerjes la trasladó a Persia junto con dos o tres maestros griegos que le explicaron, en tardes de tedio, calor y limones, versos y sentencias de una sabiduría que no llegó a comprender. Cuando Seleuco Nicator, rey de Siria y compañero de Alejandro, la devolvió a Grecia, faltaban de la biblioteca original un texto sobre perfumes y otro sobre el arte de amar, como si los persas hubiesen creído que sólo importa saber qué quieren las mujeres y de qué modo complacerlas. Se sabe por el erudito Ateneo que Platón y su obra contribuyeron a enriquecer esa biblioteca, la cual, en parte, llegó a manos de Aristóteles junto con los poemas matemáticos de Filolao. Cuando el maestro de la Academia murió, sus libros se convirtieron en responsabilidad de Teofrasto, quien a su vez los legó a Neleo de Scepsis.
Entretanto, en medio de ese ir y venir de filosofías y códigos, poemas y crónicas, fue imposible que los libros permanecieran incólumes. Tenían manchas, de sangre o de vino, palabras tachadas y comentarios marginales. Las letras se mantuvieron, no obstante los trasiegos de la Historia, firmes en sus artículos y verbos. Agonizante, Neleo pidió a sus herederos que protegieran la biblioteca de la dispersión y la quema, y éstos, a fin de sustraerla a las pretensiones de los reyes y tiranos-todavía se recordaba que uno de ellos, Pisístrato, la había reunido para impedir un saber antes que para propagarlo-, no tuvieron mejor idea que enterrarla cerca de Pérgamo. Cavaron de noche y trasladaron los textos al alba, en cartuchos de cuero y sacos de tela impermeabilizada. Para muchos fue como enterrar los cadáveres de sus antepasados. Otros sentían la rara, preciosa felicidad de estar salvando algo para el mañana. Un geógrafo copió de su puño y letra las características del lugar, de modo que años más tarde-años atravesados por la guerra como un dedo por una espina-, el erudito Apeliconte de Teios pudo comprarla y apoyar con ella la primera edición de la obra de Aristóteles.
Sila, conquistador romano de Atenas, había oído hablar de Apeliconte y su famosa biblioteca que aún olía a humus y encierro, y cuando decidió que la trasladaría a Roma experimentó un orgullo tan compacto como indiferente para con el sentido de lo salvado, pues no leyó ninguno de los documentos que compró. Su curiosidad le alcanzó para excitarse con historia de la biblioteca, mucho más interesante, a su juicio, que las voces en ella reflejadas. Para entonces Roma lo compraba todo, esculturas verdaderas y obras falsas, cráteras, vasijas, joyas etruscas y platos de la Magna Grecia. Un año estaba de moda el vino blanco con especias y otro la seda de Oriente; una estación ponía en boca de los ricos lenguas de flamenco rosado y otra higos trufados con anís. Catón el Censor reprobaba la superficialidad oscilante del gusto y despreciaba la vanidad. Varias veces en su vida pasó cerca de la biblioteca que fuera de Pisístrato, pero nunca reflexionó sobre ella.
El saber no quiere extinguirse, pero tampoco permanecer para siempre allí donde se formulan sus ideas. Las bibliotecas, como las piedras talladas para la construcción, van de la vieja a la nueva casa entre manos que se interrogan menos sobre su origen que por del milagro de su continuidad. La inmortalidad de un libro radica en su escritura, y la inmortalidad de la escritura en la voz humana que, transcribiéndose a sí misma, zafa de las fauces del tiempo para asombro de quien todavía la puede leer.