Mientras hago compras en un mercado de Barcelona al que suelo ir para gozar de la visión de las frutas más perfectas que imaginarse puedan, escucho a un señor decir que muy pronto la ingeniería frenética nos ofrecerá uvas grandes como melones y piñas del tamaño de un huevo de codorniz. Sonrío y me alegro de que en esa muestra de sabiduría popular las palabras jueguen a parecerse para que el pensamiento, humor mediante, salte en pedazos. El señor insiste tomándose muy en serio, exhibiendo cierto toque de resignada fatalidad en sus ojos oscuros. Los dueños del puesto defienden, naturalmente, las bondades de la genética y del comercio internacional que trae cerezas de Chile y dátiles de Israel y Jordania, mientras continúan llevando-sus agentes- naranjas y limones españoles al norte de Europa. Los propietarios de la frutería llevan tanto tiempo en el oficio como para recordar las épocas de peras magras y melocotones irregulares, que por cierto y en proporción, no eran más baratos que los actuales. De modo que aquello de ´´todo tiempo pasado fue mejor´´ es una ilusión, dicen, pues nunca nadie pudo comprar tanto y escoger entre distintas productos como ahora.
Es cierto que no todas las frutas son igualmente buenas, y que algunas son sin duda transgénicas; también es verdad que mientras aumenta el tamaño decrece el sabor, pero eso ya pasaba en la perfumería, área en la que se sabe que la esencia es más fuerte que el perfume y éste que el agua de colonia. No importa, algo bueno habrá en toda esta superproducción, dicen los responsables del puesto, como para que la selección se haga por sí misma. La tierra era una mucho antes de que nuestra especie lo supiera, y si sólo consideráramos lo que el Nuevo Mundo aportó al viejo en alimentos o al revés veríamos que sobre su superficie nada se ha mantenido quieto nunca, pues el trasiego de productos y semillas, especies y bienes de consumo ha agitado, durante los últimos mil años, a las mentes más febriles de los botánicos y hortelanos del mundo haciéndoles creer que en materia de alimentación todo es posible, incluso el cultivo sin tierra o hidropónico. Los tomates cuadrados o las mandarinas sin semilla. Por lo tanto, no debemos ser tan fatalistas ni tan remilgados a la hora de considerar lo que comemos. La ingeniería de los cromosomas no es tan frenética ni posee, tampoco, la panacea de la nutrición total. La experiencia nos dirá, en el próximo siglo, qué ha sido bueno y qué malo de comer.
Sí es preocupante, en cambio, el estado de las capas freáticas, la calidad del agua, el valor de las tierras de cultivo sobre las cuales no hay una legislación internacional que contemple los biorritmos o los ciclos naturales de regeneración del suelo. No se le puede sacar todo a la vaca sin preguntarle si está conforme. De haberlo hecho, de haberlas interrogado alguna vaca loca nos hubiera dicho que por favor ¡no le diéramos de comer basura! Lo mismo pasa con la tierra. Así, pues, creo que deberíamos oír sus quejas allí donde más le duele. La Biblia-y no sólo la Biblia- proclama un régimen muy considerado en lo que agricultura se refiere: en la época clásica cada siete años las tierras rotaban y pasaban uno en barbecho para que, y a través de su descanso, sus fértiles virtudes no se agotaran del todo. Es hora de recuperar esta idea del jubileo de los bosques y las selvas, pues si todo es explotación y nada más que explotación, dentro de pocas décadas no estaremos aquí para ver nuestras esquirlas.