La existencia y la legitimidad de un Estado nacional no constituyen temas de filosas controversias en tiempos relativamente equilibrados. Después de varios siglos de existencia tribal, escisiones sectarias y confrontaciones intestinas, el Estado-Nación es hoy una dinámica realidad. Aunque en algunas regiones del mundo esta estructura cae o bruscamente se fragmenta cuando alguna crisis colectiva le abruma, al andar del tiempo se repone con rapidez.
Lamentablemente, el caso de Israel podría ser excepción. Se trata de un país que en los próximos meses cumplirá 73 años y que desde su nacimiento ha conocido tensiones bélicas, altibajos económicos y disparidades étnicas y religiosas que en algunos momentos pusieron en entredicho la existencia nacional y estatal. Y desde hace meses Israel lidia con la irrupción del covid que implica un nuevo género de crisis colectiva que en este contexto afecta a tres desiguales segmentos demográficos e ideológicos distanciados por filosas divergencias.
Como estado independiente, Israel nació formalmente hace casi 72 años después de ácidos litigios con el mandato inglés, los regímenes árabes vecinos, y el conglomerado musulmán que desde antiguo lo habitaba. Desde entonces este país no sólo ha acertado a resistir agresiones militares, diplomáticas e ideológicas. Es hoy una democracia que presenta envidiable calidad y superiores niveles de vida, alienta entendimientos con múltiples y diversificados países, y preserva buenos nexos con sus dos diásporas – la judía que habita múltiples rincones del mundo y la israelí hoy inserta en la avanzada tecnología mundial. En grados y términos desiguales, ambas legitiman y fortalecen al país.
Como democracia, el gobierno israelí respeta desde su origen a todas las minorías que conviven en su marco, les concede el derecho a votar, y los beneficia con servicios de seguridad y salud. Sin embargo, nada le garantiza que en momentos de filosa emergencia militar contará con el vertical apoyo de estos segmentos. En particular en estos momentos cuando las agresiones del covid y la proximidad de un cuarto certamen electoral ponen en aprietos a la democracia israelí.
En este contexto cabe aludir a la minoría árabe-musulmana que constituye la quinta parte de la población de Israel. Goza desde su formación de niveles y opciones de vida negadas en no pocos países vecinos desde El Líbano a Irak. Tiene voz y voto en la Knesset, y como resultado de los entendimientos suscritos con Arabia Saudita y entidades vecinas, hoy se les abren a estos estratos nuevas y ramificadas oportunidades culturales y económicas.
Se trata de una amplia minoría – casi un estado – que postula una lealtad condicionada al país. Obviamente, si Israel llegara a revelar alguna debilidad en sus ásperas confrontaciones con vecinos hostiles, este segmento árabe-musulmán podría mudar posición y actitudes. En particular cuando las dilatadas incursiones del covid en el país lleva a revelar alguna indisciplina y desorden en el cumplimiento de normas básicas para vencerlo. Dificultades que, sin embargo y de momento, se vislumbran superables y transitorias.
No es el caso del tercer estado. Aludo a desiguales grupos judíos ortodoxos que niegan o cuestionan la democracia israelí sin rechazar los beneficios que les dispensa- desde los servicios de salud hasta la protección militar y policial. Actitudes que hasta aquí fueron toleradas por la ciudadanía en general.
Pero desde la irrupción del covid esta actitud empieza a conocer reservas. Desde hace meses, algunos segmentos ortodoxos rechazan las normas dirigidas a derrotar al virus y así alientan su amplia difusión. El reciente incendio de un ómnibus de pasajeros en Benei Brak y la violencia contra medios de información son un lamentable ejemplo. Si esta conducta no conoce cambios radicales en los próximos días, no pocos desnudarán el verdadero carácter de una minoría que en nombre de Dios pone en entredicho la legitimidad y la salud del país.
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