La cumbre olvidada de Taba

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“Las partes declaran que nunca han estado más cerca de llegar a un acuerdo, y es por lo tanto nuestra creencia compartida de que las brechas restantes podrían salvarse con la reanudación de las negociaciones tras las elecciones israelíes”.

Una declaración de este calibre, debería sin dudas referirse a una de las cumbres más recordadas entre Israel y Palestina. Sin embargo, las negociaciones de Taba, desarrolladas entre el 21 y el 27 enero de 2001 en la ciudad egipcia que lleva ese nombre, quedaron sepultadas por muchos en el olvido, pese a haber sido el punto más alto de acuerdo en la historia entre ambos pueblos.

En efecto, dos hitos en las negociaciones parecieran ser continuamente referenciados, los acuerdos de Oslo de 1993 y la cumbre Camp David II del año 2000. Sin embargo, ni esos encuentros, ni los posteriores a Taba, fueron tan lejos como las de la cumbre de 2001.


Aquella rueda de negociación llegaba con una urgencia que era su fortaleza y debilidad. Cumpliendo su doble mandato, el presidente norteamericano Bill Clinton estaba a punto de traspasarle el mando al recientemente electo George W. Bush, cuya visión imperialista y belicista lo colocaba en una línea muy diferente a la de Clinton. En tanto, el gobierno de izquierda de Ehud Barak se encontraba en serio riesgo de perder las elecciones frente al duro y militarista de Ariel Sharon. Pero Barak estaba decidido a ganar los comicios, mientras que Clinton, por su parte, anhelaba un Nobel de la Paz como mentor de un histórico acuerdo, revirtiendo la frustración que habían significado los tenues avances de Camp David II. En este escenario, Yasser Arafat, líder de la Organización para la Liberación Palestina, sabía que se encontraba ante una oportunidad que muy posiblemente no volvería a repetirse en años.

El presidente norteamericano envió a Taba su “Plan Clinton de la Paz”, que en gran medida fue incorporado a la oferta previa de Israel, la cual incluía las mayores concesiones jamás otorgadas a los palestinos. Concretamente, Israel ofrecía aceptar como base de separación las líneas del 67, incluyendo una total retirada de la Franja de Gaza y de parte de los asentamientos de la Ribera Occidental, dejando el 94% de este territorio en manos palestinas, mediante una compleja operación que incluía cesiones de tierra israelí, y el arrendamiento de un 2% de la Ribera a los palestinos. También, ofrecía una ruta que uniría Gaza con Hebrón, en la Ribera Occidental, y conferirle a Jerusalén el estatus de capital de los dos Estados, con gobiernos locales de las etnias de sus mayorías poblacionales y una división de la soberanía sobre los sitios sagrados. La condición, era que sólo regresaran una pequeña parte de los refugiados palestinos (entre 25.000 y 40.000), que el Estado palestino sea en un principio desmilitarizado, y que Israel pudiera tener allí un número de bases para repeler ataques de otros países árabes.

La delegación palestina interpuso ciertos reparos a varias de estas cuestiones, aunque de acuerdo a las crónicas de aquel tiempo, solo existieron desacuerdos totales sobre la soberanía de los sitios sagrados. De hecho, se sostuvo que el clima de negociación fue propicio y optimista, incluso cuando, por fuera, ya había comenzado la Segunda Intifada, que actuaba como un factor de presión extra.

Frente al retraso de los palestinos en dar una respuesta concluyente y la inminencia de las elecciones, Barak decidió suspender las negociaciones para concentrarse en los comicios: en caso de una victoria, las rondas contarían con un nuevo impulso. Pero sería Ariel Sharon quien finalmente se impusiera aquél 6 de febrero, y Taba quedó en la nada.

“Estamos más cerca que nunca de la posibilidad de llegar a un acuerdo final”, había afirmado en su momento Shlomo Ben Ami, el jefe de los negociadores israelíes, mientras que su par palestino Saeb Erekat, señaló que “me duele en el corazón, porque sé que estábamos tan cerca. Necesitábamos seis semanas más para concluir la redacción de un acuerdo”.

A la distancia, parece entendible que los palestinos no pudieran responder en una semana a un conflicto que llevaba más de cinco décadas, pero, a la vez, incomprensible que no arribaran a algún tipo de entendimiento, a la luz de la oportunidad única que se les presentaba, y del sombrío futuro que Bush y Sharón les aseguraban.

Así, Taba quedó sepultada y olvidada, pero también latente, a la espera de dos estadistas que estén a la altura de continuar con sus importantes avances.

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