Le pusieron ese nombre, Yoshúa, el sanador o salvador, para que algo de aquel desastre siniestro, de ese bastión de libertad y ara de sacrificios que fue más tarde el gueto de Varsovia en su levantamiento contra el horror nazi, perdurara. Niño aún conoció el fuego, las cien caras del dolor y la única de la muerte; el pavor y la belleza, la depresión y la furia; el heroísmo y la cobardía. La voz del que clama, la del que maldice, la de quien llora y, por boca de su padre, la de quien bendice.
-Toma, Yoshúa-le dijo, un minuto antes de que sacaran a su hijo del horror, con el rostro sereno pero pálido-. Es lo único que puedo dejarte en herencia. Son tu escalera al cielo, tu escala musical, tus especias fonéticas, tus amigas ancestrales, tus sílabas de luz, tus fonemas de maravillas, tus signos de apoyo, tus muescas de identidad, la tabla de tus elementos anímicos y los sonidos más hondos del universo. No es un regalo de gran valor material pero materializa, ni es tampoco grande pero descubre grandezas, no pesa nada y te hará levitar; la finitud de sus bordes abrirá el infinito a tus sentidos, y lo que es más valioso aún, tu familia y tus antepasados y quizás tus descendientes se verán enhebrados y sostenidos por él. Toma, Yoshúa, te regalo el alfabeto.
La cajita de madera de cerezo medía-y mide aún-diez centímetros de largo, siete de alto y cinco de profundidad. En su interior, el padre de Yoshúa, Jacob, había depositado una cinta de seda cruda de tres centímetros de ancho en la que estaban impresas las veintidós letras hebreas más las cuatro finales. Algunas hojas de mirto secas, semillas de cidro, un trozo de palmera y una ramita de sauce-restos de las cuatro especies sagradas de Sucot-habían impregnado las letras con el apócrifo perfume de las fiestas íntimas.
Cuarenta y cuatro años después del día del regalo Yoshúa subía con lágrimas en los ojos la cuesta que conducía al instituto Yad Vashem de Jerusalén, Memorial del Holocausto, Templo al Dolor y la Resurrección, llevando consigo la cajita de madera de cerezo con las letras, su herencia más preciada. La entregó con un susurro de voz, emocionado, devolviéndolas a su lugar de origen, al sitio del que habían salido dos mil años antes. Yoshúa subía la colina mientras pensaba en todo que a lo largo de los años le había ofrecido la herencia de su padre, cuánto consuelo, cuántas alegrías y gratas sorpresas.
Esa misma noche, antes de ordenar su mesa de trabajo, el secretario del instituto abrió la caja liberando una fragancia a huerto dormido que, a su vez, revelaba, entre los dobleces y junturas de la cinta de seda y según un orden tan riguroso como inexplicable, las iniciales de las palabras palabras hebreas etz ha-jaím, Arbol de Vida.