Al vivir 51 años en Israel aprendí que mi patria no es un escenario tapizado con banderas y decorado con trabajados escudos. Aprendí también que mi patria no es una ideología unilateral o una filosofía integral o una tomografía visceral.
Me percaté que en el mapa de mi patria ya no caben ni traidores ni profetas.
Mi patria es algo más que un tela con una Estrella de David o con cincuenta estrellas en cuyo nombre mueren siempre los más pobres, los más negros, los más incrédulos, los más inocentes, mientras los demás engalanan con banderas nacionales sus balcones, sus coches, sus jardines y sus orgullos.
En mi patria caben todos menos sus verdugos, porque ellos viven al acecho para hacerse con las riendas, sea a gritos o a discursos, sea a miedos o a mentiras, sea a fraudes o a cruentas violaciones.
Mi patria no es un himno sino todo menos eso, porque al compás de sus acordes se discrimina sin derecho y se muere sin motivo.
Mi patria ni siquiera es fiel reflejo de su historia, porque nuestro pasado es una verdad a medias – que es la peor de todas las mentiras – que se cuenta según el mirar y el pensar de quien lo haga.
Yo aprendí que mi patria es un pequeño gran espacio de libertad ocupado por gente como la gente, cuyo diario trajín resulta en un país en el que cabe casi todo, menos la prepotencia de los que intentan definirla a su gusto y adueñarse del derecho de decidir quién es o no parte de ella.
La otra patria, esa que no es mía – cuya geografía es resultado de luchas a lo largo de los siglos – necesita soldados que requieren fusiles y un teniente que los dirija, y ese teniente necesita superiores que lo instruyan y una carrera militar que lo forme y un futuro que le ofrezca como premio el generalato en la meta de llegada. Y así, esa patria, que no es la mía, tiene que parir a un ejército que precisa tanques y aviones y regimientos y héroes; entonces, siempre en nombre de la seguridad, el sudado dinero de la gente no más se destina a hospitales o escuelas, a libros o medicamentos, sino a la compra de modernos aviones de combate y cohetes o a pagar las facturas de la fábrica alemana de submarinos o de la norteamericana de bombas cada vez más inteligentes.
Pero eso no es todo. Esa patria que no es la mía, necesita una estructura burocrática para recaudar impuestos e imponer conductas, y así es que surgen los gobiernos hambrientos de poder y de gloria, y la cuenta del banquete es la gente que no siempre come bien pero siempre paga.
Mi patria es mi idioma, mis circunstancias y mi entorno – en el que caben mi familia íntima, no más de dos pares de amigos verdaderos, algunos parientes, varios conocidos, mi kibutz, algunos paisajes, un par de árboles con sus pájaros, sus mariposas y jazmines, una juventud llena de misterios, de risas y de tragedias y también las impresiones digitales que los días y sus noches van imprimiendo en mi registro sensitivo.
Mi patria no tiene patria, porque es un temblor en el alma, un callar de emoción, un poema insonoro, un silencio de felicidad, un mutismo de alegría, un discurso sin palabras, un amor sin receta, un ser parte de un todo que es ser un poco parte de cada uno.
En mi patria no hay verdaderos héroes que merezcan monumentos, a no ser los pobres humillados, los niños sin futuro, los tantos sin siquiera un nombre y apellido.
En mi patria no cabe ninguna patria que se aprenda en la escuela; ninguna patria que se enseñe en las sinagogas; ninguna patria que se imparta en los cuarteles; ninguna patria que se venda en los kioscos; ninguna patria que se cotice en la Bolsa.
Yo aprendí que no importa tanto dónde uno haya nacido o que haya vivido desparramado por una infinidad de territorios, sino que es uno quien elige a su patria y no la patria quien lo elige a uno.
Sí; yo trato de decidir hora por hora, día a día, sueño sobre sueño, agonía tras agonía, de esperanza en esperanza, lágrima con lágrima, que mi patria es la vida y sus actores, que mi patria es la gente y sus fronteras, que mis brazos son la patria de todos mis abrazos y mis manos la patria de todas mis caricias.
Aprendí que soy ella, porque yo la he inventado en mi conciencia; porque la he elegido en mis esfuerzos; porque la he aceptado en mis entrañas; porque sí, porque soy el padre y el hijo de mi patria.
Esa es la patria en la que soy soberano, general y soldado, producto y factor, un verdadero ciudadano de primera. Esa es mi patria. Esa es mi única patria. La otra, no es ni patria ni mía.
Pobre de nosotros si dejamos que los fabricantes de la desdicha nos roben el derecho a la utopía y a soñar y a vivir la patria que más nos guste.
No tengo una patria que a mi entender es el sentido excluyente y malsano que no pocos le atribuyen.
Hace ya tiempo que como patrón de mi mismo, elegí habitar la patria que se escribe con minúscula, y que es nada más y nada menos que la geografía de mis amores; el territorio de mis amigos; el idioma de mis sueños; el respeto al otro en general y a mi descendencia en particular; el ámbito de mis raíces – ésas que me atan a determinados recuerdos, a significativos rincones, a recordadas músicas, a inolvidables instantes – porque a la otra patria de carne y hueso la considero una invitación irrechazable a las guerras y a la confrontación entre hermanos.
Soy con mucho orgullo e igual honor un ciudadano de mis recuerdos; un nacional de los lugares que acogieron sin quejarse los desafinados silbidos que insinué con alevosía para entretener a mis miedos, mientras caminaba sobre las horas y los días en dirección a algún mañana; un latifundista de las puestas de sol de mi kibutz que contemplaba desde mi juventud.
Y a esa patria chica, hecha de silencios y deseos, de temblores y sonrisas, la bordé punto por punto con amor de artesano, sin que sus cimientos luzcan banderas manchadas de sangre; sin que en ella se veneren epopeyas cargadas de traiciones; sin fronteras que tiendan un abismo entre ellos y nosotros; entre amigos y enemigos; entre vivos y muertos; entre justos y pecadores.
En mi patria – esa patria sin nombre ni apellido, sin tiranos ni opresores, sin criminales ni villanos, sin dueños de la verdad, sin esclavos y sin propietarios de la realidad – la amistad no requiere pasaporte, y el amor al entorno no se mide ni se pesa, ni los valores morales se defienden desde los oscuros sótanos del miedo, desde los calabozos de la soledad, desde las jaulas de la indiferencia o desde la puñalada mortal de la hipocresía.
En mi patria, sus hijos no son enterrados del otro lado de la cerca de los cementerios, ni sus héroes son fotografías colgadas en la oficinas del Estado o en las aulas de las escuelas.
Sí; no es mía la patria de los grandiosos himnos y de sus bien dibujados símbolos, porque en su nombre han muerto a lo largo de la historia más seres inocentes que todas las víctimas de todas las pestes.
Lo tengo muy claro: La patria con mayúscula es la patria que mata a sus hijos, que roba sus vidas. La patria con minúscula es el amor a nuestro entorno, el abrazo sincero a nuestro amigo.
La patria que está por sobre todas las cosas es el amor a la libertad y la igualdad; la muerte en vida de todos los principios y valores por los cuales vale la pena vivir. La patria que es el suelo que pisamos, que es el el árbol que miramos, que es la semilla que plantamos, es la única cuna de la esperanza.
La patria por la cual se mata y se muere sin intentar buscar otra alternativa, no es una patria sino una gran desgracia, una horrible mentira, una enorme vergüenza. La patria por la cual se vive y se construye es la patria de gente como la gente; de gente que ante todo es gente y no politiquero; de gente que ante todo es gente y no verdugo.
La patria que solamente se alimenta de himnos y de héroes es una patria sin honor ni valor, y una patria sin honor ni valor es una patria huérfana, es una patria sin patria.
Mi patria es la patria de los niños y de los ancianos, que es la verdadera patria de la patria.
La patria de mi patria.
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