Lo que hay que recordar no es Auschwitz, es el primer ladrillazo

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Las tropas del ejército soviético estaban exhaustas tras liberar la ciudad de Cracovia, sin embargo, los rumores ya amplificados de lo que ocurría a escasos 100 kilómetros eran tales, que a pesar del cansancio, se hizo imperativo continuar avanzando. El camino estaba lleno de minas y la fuerte tormenta de nieve, propia de la época, hacían imposible movilizarse en vehículos por lo que la marcha tendría que hacerse a pie.

Dos días tardaron, 230 soldados sucumbieron en el camino, hasta que finalmente, en la madrugada del 27 de Enero de 1945 avistaron un gran portal en cuya parte superior, forjado en hierro, aparecían las sugestivas palabras: “Arbeit macht frei”.

Habían arribado al Campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau.
Los soldados soviéticos curtidos en los rigores y horrores de la guerra no estaba sin embargo, como no lo estaría nadie, listos para lo que les esperaba una vez cruzaran el portal.


Días antes, percatados los miembros de las SS comandados por Rudolph Hess, de la inevitable llegada de los soviéticos, trataron de ocultar lo que allí había ocurrido en los últimos 4 años. Obligaron a unos 60 mil prisioneros que aun podían moverse a marchar lejos de allí. Intentaron destruir la evidencia y asesinar a bala a aquellos que ya no tenían las fuerzas para desplazarse, pero el tiempo no les alcanzo.

7000 esqueletos vivientes fue la primera imagen que encontraron las tropas soviéticas dentro de las barracas, alambradas y muros del campo. Al borde de la inanición, enfermos, sombras de seres humanos, con los números tatuados en sus antebrazos y su pijama de rayas. Algunos sacaron fuerzas de donde no las tenían para abrazar a sus sobrecogidos liberadores. Otros simplemente seguían con su mirada perdida sin entender que el tormento padecido llegaba a su fin, aunque para la mayoría nunca hubo un fin.

Con 15 mil cadáveres apostados a lado y lado, encima unos de otros, en un camino al interior del complejo, se toparon las tropas. En las enormes bodegas hallaron incontables cantidades de gafas, zapatos, maletas, calzas de oro, cabellera y otras pertenecías, objetos inanes que indicaban la magnitud de la muerte allí acaecida.

Tras varios experimentos para hacer más eficiente la aniquilación, los nazis se decidieron por las cámaras de gas en las que en tandas de cientos, las víctimas desnudas eran “bañadas” en Zyclon B, el mortal químico desarrollado por la fábrica alemana IG Farben. Seis mil prisioneros morían diariamente en las cuatro cámaras de gas en Auschwitz, adonde eran conducidos los más débiles: niños, mujeres, ancianos, discapacitados y aquellos cuyas fuerzas los habían abandonado, sus cuerpos convertidos en humo y cenizas en los crematorios. Fue la industrialización de la muerte a gran escala, premeditada, programada, optimizada, llevada a cabo con brutal eficacia en este y otros campos. La misma muerte moría, perdía su significado, su respeto, su halo para convertirse en una simple rutina diaria.

Un millón y medio de personas perdieron su vida en Auschwitz, de los cuales poco más de un millón fueron judíos provenientes de los confines de Europa. Las otras víctimas fueron gitanos, homosexuales, polacos no judíos, testigos de Jehová y opositores.
En palabras de ex primer ministro británico Tony Blair: “El Holocausto no comenzó con las cámaras de gas, sino con un ladrillo lanzado al ventanal de un negocio judío, la profanación de una sinagoga o el asalto a un Rabino en la calle”.

Lamentablemente esto se está viviendo otra vez, 70 años después que los hornos se apagaran. ¿Aprendió la humanidad las lecciones?

*Académico, columnista, Vicepresidente Congreso Judío Mundial

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