Presunción de culpa

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“Un juez no hace justicia. Aplica ley. Así lo hago. Y condeno a acusados que sé inocentes. Porque la ley me obliga a ello”. Las palabras de un amigo magistrado vuelven a mi memoria. Acababa él de pedir el traslado del juzgado de familia en el cual gozaba de reputación sólida. La entonces reciente ley de violencia de género lo había puesto en un conflicto moral insostenible. Era una ley que invertía la carga de la prueba. Que suprimía, pues, la presunción de inocencia. Y exigía que fuera el acusado quien tuviera que demostrar no ser culpable. Un imposible lógico, de cuya exclusión procede toda la juridicidad moderna. Si no se parte del principio de que es el delito el que debe ser probado, nadie es ya un ciudadano libre. Peor: ya no es un ciudadano. Es un siervo con el cual el Estado puede hace cuanto se le antoje: bueno o malo. Pero que un despotismo sea benevolente en nada aminora su aniquilación de la ciudadanía.

Un despotismo benevolente. Era lo que la ley de López Aguilar puso en marcha. Las buenas intenciones, en política, sólo pueden parir devastación. Lo peor de todo. La buena intención de dar por sentada la existencia de dos tipos de ciudadanos dotados de derechos distintos, hombres y mujeres, lleva necesariamente a una regresión suicida. Aunque sea bajo retóricas progresistas (nada es más fácil que revestir cualquier canallada de progresismo), es la hipótesis de trabajo más reaccionaria que pueda aplicarse a sociedades modernas, en las cuales creíamos haber asentado irreversiblemente la convención jurídica con la cual nacieron las revoluciones burguesas: que, ante la ley, todos los ciudadanos son iguales. Iguales. Todos. Para mal, exactamente igual que para bien.

A fin de cuentas, la “presunción de inocencia” no es más que la aplicación jurídica del principio sobre el cual reposa la lógica desde Aristóteles, y a la cual Bertrand Russel diere nombre de “navaja de afeitar de Ockham”. En forma muy simplificada: “Toda afirmación se toma como falsa, mientras no se demuestre lo contario; toda negación se da como verdadera, mientras no se demuestre lo contrario”. La carga de la prueba recae sobre el que afirma.


Es probable que el señor López Aguilar esté siendo objeto de un abuso jurídico. Como lo fueron los anónimos ciudadanos a quienes se aplicó el protocolo de su ley: salir esposados camino del calabozo, sin más trámite que la denuncia conyugal. Como lo fueron tantos cuya vida decidió destruir un cónyuge furioso y sabedor de que la ley estaba de su parte. Cuando la ley concede derechos desiguales a estamentos distintos, nadie puede esperar de la bondad humana que el estamento privilegiado se contenga. Nada hace más imposible un contrato de convivencia que la desigualdad legal de los firmantes.

Lamento el infierno al cual se ha asomado el señor López Aguilar, porque sé de demasiada gente que fue tragada por él. Hay una diferencia. Y no la olvido. El señor López Aguilar alumbró ese infierno. Que ahora lo abrasa: la presunción de culpa.

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