Votar. O no

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¿Se puede votar a gentes a las cuales se desprecia? Se puede. Cuando es aún peor no votarlas. El voto es decisión pragmática, no de principios. Aun cuando esa pragmática consista en votar a los perdedores, en el momento en que uno tiene la certeza de que van a ganar los golpistas. Votar para perder es una de las pocas cosas verdaderamente dignas que un hombre puede hacer en esta vida. A mí me pasó eso después del 11 de marzo de 2004. Supuse que iba a pasar lo peor. Y acerté. O sea, perdí. Lo cual es un gustazo, cuando los que ganan la partida son especímenes tan moral y políticamente ejemplarizantes como Rubalcaba y Zapatero

Pero evitemos demagogias. No es votar lo que define una democracia. Es poder votar. O sea, poder no hacerlo. Y no poder no pagar impuestos. Pagar impuestos define la condición del ciudadano; y le concede, a cambio, el privilegio de elegir. Yo, otra cosa no haré en esta vida, pero lo que es pagar impuestos… Así que, a cada convocatoria electoral, me encierro a meditar muy en serio sobre la oferta de partidos, programas, candidatos. Y me muero de vergüenza. Invariablemente. Que gente de semejante nivel pueda decir que habla en representación mía es, parece, inevitable. Pero nada me llevará, en condiciones normales, a darle a esa imposición la coartada de un acto voluntario. No soy hombre de espectáculo: ni tengo tele ni voto. Suponiendo que sean cosas distintas.


Y esta vez, ¿qué pasa? Pues pasa que esta vez la paradoja es difícilmente eludible. España vive en el cruce de una doble crisis. La crisis económica persevera por debajo de síntomas muy frágiles de mejora; bastará un signo de inestabilidad política para que la inversión exterior huya y lo poco tan ásperamente avanzado quede en nada, y para que todos volvamos a algo peor aún que el punto de partida. La crisis nacional está en tangible acecho: CUP y Mas aguardan la exhibición de un gobierno débil en Madrid para consumar la independencia de Cataluña. Cada una de ambas crisis augura tiempos durísimos. Las conjugación de las dos sería catastrófica.

Para hacer frente a esa doble quiebra con alguna posibilidad de éxito, sólo un gobierno de Unidad Nacional estaría capacitado. Es una de esas evidencias que da vergüenza hacer explícitas: no hay un solo país de la UE que encarase la entrada en semejante torbellino sin un pacto de todos los partidos constitucionalistas. Con plazos y objetivos bien definidos. Y elecciones, una vez sorteado el naufragio.

Hay lógica en que la populista Podemos se autoexcluya, por principio, de tal tipo de acuerdo. Gentes que iniciaron sus carreras políticas bajo la protección del Irán de los ayatolas y la Venezuela de Hugo Chávez, difícilmente podrían reconocerse en forma alguna de constitucionalismo. Su coherencia es, pues, intachable. No así la de los otros. Ni PP, ni Ciudadanos, ni PSOE ganan nada con buscar sólo garantizar el más alto número de escaños –y sueldos– posible para sus candidatos. Si el país se va al garete –eso está en juego–, se van al garete todos. Con acta electoral o sin ella.

Nadie podrá gobernar en solitario a partir del veinte de diciembre. Aparcar las diferencias e intereses de partido es una sensatez sin la cual todo saltará por los aires. Permanezco a la espera. Si un acuerdo de los tres partidos promete formar un gobierno de coalición estable, me tomaré la excepcional molestia de salir de casa ese domingo decembrino. Barajaré las tres papeletas. Tomaré una sin mirarla. ¿Qué más da? La meteré en la urna.

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