‘Sueños de nación’: Israel, 2060

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Los lectores de mi primera novela, Sueños de nación, me preguntan por qué he imaginado un escenario tan pesimista para Israel en el año 2060. Es cierto, he planteado, en términos ficticios, uno de los peores: una teocracia orwelliana consolidada tras una cruenta guerra civil. Y, ciertamente, aunque espero que no se cumpla, es un miedo latente que no solamente habita en mi cabeza y en mi prosa.

Ya en 1896 el mismísimo Theodor Herzl, fundador del sionismo moderno, en su libro El Estado judío se hacía la misma pregunta: ¿terminaremos teniendo una teocracia? 

Que Israel pueda devenir un régimen despótico de corte religioso no es algo remoto. El crecimiento de la población ultraortodoxa, sus privilegios sobre el resto de la población, su lenta integración en el mejor de los casos, su ocupación de espacios públicos y su obediencia ciega a los rabinos de referencia –por encima de ninguna otra fidelidad institucional–, lleva ya muchos años generando tensiones contenidas. En un futuro, cuando no haya conflicto con los palestinos y en Oriente Medio reine la calma –o, al menos, Israel no tenga problemas con sus vecinos–, esas tensiones ya no podrán contenerse.


No soy el único que lo piensa, tampoco soy el único que lo teme. Es un miedo que reside en muchísimos israelíes y judíos de todo el mundo. Un miedo que ha estado soterrado, en ocasiones guardado en un sitio muy profundo, para no enfrentarlo. “Otros problemas acuciantes son más importantes… ya nos encargaremos de eso cuando toque”, es la frase más sincera que se puede escuchar sobre ello. Sin embargo, la olla donde se fermenta el asunto se está desbordando. Ronald Lauder, presidente del Congreso Judío Mundial, advirtió de la deriva radical religiosa de Israel en agosto de 2018 en el New York Times; si en Israel han acudido a las urnas tres veces en un año es porque Avigdor Liberman se negó a formar Gobierno con los partidos ultraortodoxos, porque éstos se negaban a recortar sus privilegios, como ya comentamos; y muchos think tanks e institutos prestigiosos analizan cómo de polarizada y separada está la sociedad israelí respecto a esta cuestión.

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Sueños de nación es una novela negra y futurista, pero es también una evocación del sueño sionista en su concepción más primaria. El sueño de un pueblo, nómada y perseguido, de ser libre en una tierra reconocida como suya. El sueño se hizo realidad en 1948, no sin dificultades, y, como todos los proyectos humanos, puede irse al traste si no se cuida debidamente.

En este sentido, el famoso statu quo (el acuerdo por el que la población ultraortodoxa tiene ciertos privilegios y competencias sobre el resto de la población) debe abordarse de una vez por todas. Lo miremos por donde lo miremos, le demos las vueltas y justificaciones que queramos, su pervivencia es una anomalía para un país democrático.

Es verdad que esta anomalía no habría sido aceptada en circunstancias normales, pero las que afrontó David ben Gurion, padre fundador del Israel moderno, no lo eran. Antepuso la unidad y el respeto a la patria que los judíos no tuvieron durante 2.000 años, la religión, por encima de otras consideraciones. Incluso adelantó la declaración de independencia para que no coincidiera con el shabat, el día sagrado del judaísmo –en el cual no se puede trabajar ni crear nada, mucho menos un Estado, y muchísimo menos el Estado judío–, desoyendo a la ONU, para obtener el apoyo de los sectores religiosos.

No obstante, 72 años después, la situación es totalmente diferente. Los privilegios y competencias exclusivas han sido mantenidos y potenciados por el sistema parlamentario israelí. Los partidos políticos jaredíes se han convertido en eternas bisagras, haciendo del statu quo prácticamente una fortaleza inexpugnable. En España tenemos un ejemplo, distante pero similar, con los partidos nacionalistas. No creen en el sistema, pero se sirven de él para obtener prebendas.

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En Sueños de nación he abordado no sólo los miedos de judíos e israelíes, también los de todos los humanos en relación con su privacidad y con la automatización del trabajo. Más allá de la tecnofobia, a la cual no me adscribo ni de lejos, la constante –y aplaudida con frivolidad– falta de privacidad y el creciente monitoreo de nuestras actividades diarias tendrá consecuencias negativas que aún no somos capaces de predecir. Yo lo he intentado en estas páginas, y lo he hecho como un amante de la libertad y de los derechos individuales, de la esfera privada sobre la pública y del derecho a la intimidad, algo que estamos entregando, con alegría, cada vez que aceptamos ser parte de la economía de la atención.

En definitiva: ¿por qué he escrito Sueños de nación? Pues porque tengo miedo, y era la mejor forma de enfrentarlo.

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