Todas las vacaciones iba con mi familia a la playa. Ahí teníamos una casa que no
era grande ni lujosa, y estaba a orillas del mar. La brisa salpicaba de alegría
nuestras vidas, mientras nos revolcábamos entre las olas. Construíamos con mucho
cariño castillos de arena entre todos los niños.
Yo era tan feliz, que no me imaginaba que existía otra manera de vivir la vida.
Pasado el tiempo, cuando cumplí cincuenta años y mis padres murieron con poca
diferencia de tiempo uno del otro, y a la vez que mi marido me abandonaba,
comprendí la otra cara de la vida.
Con pena me di cuenta que ya no me revolcaba entre las olas y la brisa no me
salpicaba de alegría, porque hacía mucho tiempo que no visitaba la casita de la
playa. Por eso dejé a un lado mis problemas, empaqué una maleta con mucho ánimo,
para poder pasar unas vacaciones tranquilas. Es así como después de muchos años
regresé a revivir momentos alegres de mi infancia.
Encontré la casita muy abandonada; se notaba que nadie había vivido en ella, el
polvo que se respiraba daba la sensación de soledad.
Fui al pueblo más cercano y me abastecí de todo lo necesario para ordenar a mi
gusto la casa. Era un placer abrir las ventanas y mirar el mar tan azul como el
cielo, que llenaba mi alma de paz y tranquilidad.
El tiempo pasaba lentamente y mi vida transcurría en un éxtasis muy especial.
Las olas me hacían recordar el sonido de una sinfonía que escuché en cierta
ocasión. Sus notas me trasladaban a un mundo diferente, donde todos aquellos que
me habían lastimado, me pedían disculpas por haberme dejado sola, construyendo
otra vez castillos de arena a orillas del mar.
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