Las grandes marcas

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Cuando de niño me hacían falta zapatos tenis, mi papá me llevaba a una de las dos o tres zapaterías que había en la zona cercana al Parque Polanco, y al cabo de diez minutos de probarme los modelos existentes, yo salía muy ufano con mis tenis nuevos, de color blanco y fabricación nacional.

Si la misma necesidad se presenta a un chamaco de hoy, querrá ser llevado a uno de los grandes almacenes departamentales, donde escogerá unos tenis que deberán ser “de marca”: Nike, Puma, Adidas, o similar. Si se le compran tenis de procedencia desconocida, seguramente quedará decepcionado.

En mi época infantil también existían nombres famosos, como Rolex, Borsalino, Scheaffers o Chanel. Sus productos representaban un nivel superior de diseño, materiales, etc., y eran adquiridos por conocedores dispuestos a pagar por esa calidad adicional. Pero, en general, la gente tenía que aprender a comprar, a decidir, a juzgar por sí misma los méritos de un producto o prenda: ¿era de algodón o de lana?, ¿estaba bien terminada?, ¿valía su precio?


Los fabricantes obviamente deseaban introducir sus marcas al club de “las grandes”, lo cual no era fácil ya que a éstas les había tomado años prestigiarse. Pero algunos vieron que podían apresurar el proceso. Una empresa había colocado su “logo” en el exterior de la prenda, y esta innovación, de gran éxito, fue copiada por todos.

Los almacenes cambiaron su sistema de ventas: distribuyeron su mercancía por marcas, a pesar de que ello dificultaba la labor del comprador, que tenía que recorrer muchas “islas” para encontrar una simple camisa.

La publicidad relegó a segundo plano las virtudes de los productos, y resaltó un estilo de vida de altos vuelos, lujo y diversión. Se contrataron celebridades o “íconos” para promover las líneas: artistas, “supermodelos” y campeones deportivos.

Fueron sumándose nuevos integrantes al selecto club de “grandes marcas”, y personajes de moda iniciaron, bajo su nombre, líneas de ropa, zapatos, relojes, lentes, etc. Los medios apoyaron esta tendencia: informaban con toda exactitud que en tal recepción o coctel, la actriz fulanita portó un vestido de la firma Z. ¿Y por qué tanta promoción de las marcas? Porque una vez considerada “famosa”, sus productos podían venderse cinco o diez veces más caros, lo cual generaba elevadas utilidades que a muchos beneficiaban.

Pero la marcamanía ha llegado a adquirir características indeseables. Para muchos, lo principal de una prenda ya no radica en sus méritos intrínsecos sino en la marca. Incluso utilizan prendas que ni les quedan pero llevan el anhelado logo, o pagan por ellas bastante más de lo que valen, a cambio de una vaga esperanza de asociación con un mundo superior.

Las marcas, convertidas en mecanismos de ostentación y simulación, son veneradas por gran parte de los jóvenes, que consideran de suma importancia estar versados en ellas. No conocerán los nombres de Francisco Madero o Belisario Domínguez, pero identifican los de Oscar de la Renta o Christian Dior. Menosprecian al usuario de marcas desconocidas y admiran al que porta prendas de marca.

Padres de familia y educadores deberían desalentar esta afición excesiva y explicar algunas cuestiones que hay detrás de ella. Por ejemplo, que beneficia sobre todo a los fabricantes. Que perjudica a las empresas nacionales, las cuales difícilmente pueden competir contra las firmas extranjeras y sus “íconos”. Que un comprador debe ser, o muy rico para pagar hasta diez veces el valor real de una prenda, o bastante tonto, para creer que con ello subirá de estrato.

Que el reloj o la petaca de marca casi parecerá uniforme cuando su propietario se halle en un aeropuerto, u hotel frecuentado por nuevos ricos. Que a menudo los productos son fabricados en China, y no en Francia o Italia. Que muchas marcas son ficticias y llevan nombres inventados, de “diseñadores” inexistentes.

Alguien que se apasiona por las grandes marcas tiene una afición no muy provechosa, aunque tampoco preocupante. Pero cuando son multitudes las que manifiestan esa veneración, ello sí debe preocupar, pues apunta a una distorsión de valores.

Actualmente están siendo fuertemente promovidas varias metas similares a la marcamanía: la moda, el look, el glamour, el bluff, el consumismo, el dinero como valor supremo. Se sugiere que esto es lo que verdaderamente vale, a lo que uno debe aspirar.

En páginas de internet, revistas, etc., hay un constante bombardeo de noticias de “celebridades”: ¿a dónde fueron?, ¿qué hicieron?, ¿con quién salieron?, ¿qué compraron? Curiosamente, no dedican esa atención a gente como Mario Molina o Al Gore, que sí realizan actividades útiles.

En términos generales, los valores mencionados son dudosos y superficiales, y su adopción generalizada implica un atontamiento de la población. Los valores que deberían ser promovidos masivamente son, por ejemplo: el estudio, la superación personal, la solidaridad, la generosidad, el esfuerzo, el cuidado del medio ambiente, etc. Pero no es de esperarse que las empresas que promueven la banalidad los fomenten.

Una consecuencia de la marcamanía es que buena parte del público ha perdido la facultad de juzgar por sí misma las virtudes de un producto, y prefiere guiarse por la fama de la marca. Algo similar ocurre en las elecciones de funcionarios públicos, las cuales han ido adquiriendo características de campañas publicitarias y que, al igual que éstas, buscan más crear una imagen que presentar información objetiva.

Podría pensarse que en los sistemas democráticos, que requieren de una ciudadanía educada para funcionar bien, hay sectores interesados en ocuparla en temas frívolos, para alejarla de cuestiones importantes y manipularla mejor. ¿A quién podría convenir una población atontada e ignorante? Probablemente a los grupos que más pueden gastar en publicidad para, a través de ella, hacer triunfar a sus candidatos.

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