El pueblo acudió masivamente a las urnas el domingo pasado. La jornada fue pacífica. El resultado electoral fue claro y así lo constataron centenares de observadores internacionales. El candidato derrotado admitió su derrota. Si esta descripción correspondiese a la elección uruguaya que tuvo lugar el mismo día, ¿alguien la impugnaría? ¿Si hubiese sucedido en Costa Rica, Panamá o Chile, sería considerada inválida? Obviamente no. Y entonces, ¿por qué no habría de ser respetada la voluntad electoral, libremente expresada, del pueblo hondureño?
Tal es la pregunta fundamental que debe responderse la comunidad internacional, ahora que la interrogante que se planteaba antes de la elección, si sería limpia y participativa, ha sido contestada por millones de hondureños. Y es de hacer notar que acudieron a las urnas, desoyendo la petición expresa y repetida del depuesto mandatario Manuel Zelaya para que le demostrasen apoyo negándose a votar. Este, en un error estratégico más, convirtió la participación en los comicios en una especie de referéndum sobre la popularidad de su reclamo. Abstenerse de votar equivalía a mostrar apoyo por Zelaya, según este. Así las cosas, la masiva participación en la votación -más del 60 por ciento- evidenció que el expresidente solo cuenta con un apoyo popular reducido.
No hay duda de que habrá voces clamando por desconocer al gobierno resultante de la elección. Damos por descontados los gritos de Hugo Chávez, gran perdedor de la jornada, y de sus marionetas como Daniel Ortega, Evo Morales, Rafael Correa, así como algunos de los caribeños que canjean su apoyo por petróleo o petrodólares. No extrañaría que por la misma senda anduviese José Miguel Insulza, a la cabeza de una OEA cuya inoperancia en esta crisis ha sido manifiesta.
Gobiernos más serios, sin embargo, también dijeron, antes de la elección, que no reconocerían su resultado. Este es el caso de Brasil, por citar uno de la región. Tampoco se trata de que el criterio de Lula da Silva sea infalible y deba considerársele oráculo. Sus recientes abrazos con el fatídico Ahmadineyad muestran que a veces la vanidad geopolítica le gana al razonamiento sólido, al menos en su política exterior. En segundo lugar, la actitud de Brasil con las bufonadas de Zelaya en su embajada en Tegucigalpa ha sido errónea, sobre todo en relación con las obligaciones que imponen las normas diplomáticas.
Razonamiento débil. Pero, por encima de eso, la médula del razonamiento de Brasil y otros Gobiernos es que unas elecciones realizadas bajo un régimen que ellos conceptúan como ilegítimo, no pueden considerarse válidas. ¿Será así? En primer lugar hay que aclarar los hechos: las elecciones en Honduras no fueron convocadas por el gobierno de Roberto Micheletti. Estas ya estaban en curso cuando Zelaya perdió el poder. Sin embargo, fundamentalmente, el argumento de dichos Gobiernos tiene una gran falla: si esa regla se aplicase a rajatabla, entonces sería imposible admitir transiciones de gobiernos de hecho hacia regímenes realmente democráticos.
¿Acaso no volvió la democracia a Brasil con unas elecciones convocadas y realizadas por un gobierno militar? ¿Y no fue bajo la dictadura de Pinochet, que Chile tuvo las suyas? Similar es el caso de Argentina, Uruguay y muchos otros en América. Y también de algunos en Europa que hoy parecen olvidarlo. Por supuesto, a nadie se le ocurriría invalidar esos procesos por haberse originado bajo gobiernos de hecho. Hoy, la verdad es que resultaría muy difícil ignorar la voluntad expresada libremente por el pueblo hondureño. En ese sentido, acertó el presidente Óscar Arias al declarar que esa voz merece respeto, en una posición que ya habían adelantado Panamá y Perú, entre los latinoamericanos. Es muy probable que poco a poco la comunidad democrática así lo irá reconociendo en el futuro cercano.
Nada de esto quiere decir que el dilema por la situación hondureña quedará automáticamente resuelto con la elección. Pero ahora que el pueblo, soberano en cualquier teoría política respetable, ha hablado y lo ha hecho con claridad, será más difícil sustentar, al menos racionalmente, un aislamiento continuado de Honduras. Es hora de “des-zelayizar” las relaciones con Honduras, para que el pueblo hondureño pueda abocarse a enfrentar los enormes desafíos socioeconómicos y políticos que tiene por delante.
*Jaime Daremblum es director del Centro de Estudios Latinoamericanos del Hudson Institute en Washington D. C.
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