Brunilda se cuela en el festival de cine judío

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Las secretarias de los nazis serían muy eficientes, pero no se enteraban de nada. O eso dijeron.

Como Traudl Junge, la última secretaria privada de Hitler (la protagonista del filme El hundimiento), Brunhilde (Brunilda) Pomsel (Berlín, 1911) afirmaba no haber sabido nunca de los crímenes del III Reich y, oigan, ni palabra del Holocausto, al que prefería denominar “ese asunto de los judíos”. Y eso que Pomsel, fallecida en enero pasado en Múnich a la edad de 106 años (longeva como esa otra valkiria hitleriana que fue Leni Riefenstahl, de 101) fue desde 1942 hasta el final de la II Guera Mundial —que vivió, al igual que Junge, en el mismísimo Búnker de la Cancillería—, la estenógrafa personal de Joseph Goebbels, el todopoderoso ministro nazi de Propaganda y uno de los mayores criminales de la historia.

Por las manos de la secretaria pasó incluso el dosier de Sophie Scholl, la líder del movimiento estudiantil antinazi de la Rosa Blanca, que fue guillotinada por alta traición en 1943, aunque eso sí, la fiel funcionaria prefirió no mirar lo que ponía. Pomsel, que en taquigrafía era un hacha pero la sensibilidad la tenía en los sudetes, por usar un eufemismo, es una inesperada invitada del Festival de Cine Judío de Barcelona (12 al 30 de septiembre, en la Filmoteca de Cataluña), uno de cuyos atractivos (si se puede decir así), en una interesantísima programación, es la proyección del apasionante documental Una vida alemana (2016) que compila 30 horas de entrevista con la secretaria privada del rabioso Jupp (el mote por el que se conocía a Goebbels —el otro, el de “jodido patizambo rijoso”, era mejor que no lo oyera)—.


El documental que se podrá ver el viernes día 15, en calidad de estreno en España, es una coproducción germano-austriaca de 113 minutos dirigida por Christian Krone, Olaf S. Müller, Roland Schrotthofer y Florian Weigensamer. En el filme (que se proyectó en el Jerusalem Film Festival), Pomsel, que cae en algunas contradicciones, se describe como personaje secundario y sin ningún interés en política. Afirma que no tiene nada de qué arrepentirse. En realidad, nadie que estuviera como ella en el corazón de la máquina de propaganza nazi podía ser persona muy tibia con el régimen y nuestra Brunilda era miembro del partido: afirmaba que se afilió para poder acceder al trabajo pero parece que se apuntó al NSDAP ya en los años 30. Reconocía haber votado a Hitler. “Nos tenía bajo un hechizo”, justificó.

En una entrevista en un periódico británico admitió que cuando la recomendaron para su traslado a la oficina de Goebbels lo consideró una recompensa por ser la mejor mecanógrafa de la emisora de la radio estatal en la que trabajaba. El nuevo puesto llevaba aparejado un salario astronómico para la época. Ella tenía entonces 31 años, vamos que no era ninguna cándida muchachita. Describía su trabajo como rutinario —”en realidad no hice otra cosa que teclear en la oficina de Goebbels”—, y a éste como un gentleman de “noble elegancia”, aunque reconoce que le sorprendió negativamente (gracias a Dios) el día que lo vio en directo en el Sportpalast de Berlín, en febrero de 1943, lanzar su virulento discurso apelando a la guerra total.

La secretaria con nombre de valkiria admitía haber hecho cosillas como tergiversar (a la baja) las cifras de soldados alemanes muertos en el frente o (a la alta) las estadísticas de violaciones de mujeres alemanas por las tropas soviéticas. “Pero no sabíamos nada de lo de los judíos. Sé que nadie me cree, todo el mundo piensa que lo sabíamos todo, pero eso era muy secreto. Creíamos que los enviaban a territorios lejanos para repoblarlos”. Una que se marchó fue su amiga judía Eva Löwenthal: a Auschwitz.

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