El científico español que vivía obsesionado con las aberraciones de la naturaleza

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A finales de 1854 tuvo lugar la apertura de un pequeño museo anatómico en el número 135 de la madrileña calle de Atocha. La ubicación exacta era el «cuarto entresuelo de la derecha». Allí, tal y como relata su director, había una colección de lesiones anatómicas sifilíticas, deformidades de todo tipo, así como una suculenta colección de cráneos de «criminales, idiotas y monomaniacos».

Hasta aquí el asunto podría pasar por una excentricidad más de la época, sin embargo, y aquí está lo más fascinante de esta historia, el museo estaba ubicado en el domicilio particular del director.

Al parecer la idea de abrir semejante gabinete doméstico de curiosidades surgió a partir de un viaje científico que realizó a París. Allí, a orillas del Sena, Pedro González Velasco (1815-1882) tuvo la oportunidad de visitar el Museo de Dupuytren y observar tumores hiperbólicos, órganos hermafroditas, deformidades fetales y niños con dos cabezas. Quedó tan maravillado de lo que allí contempló que durante el viaje de regreso pergeñó el proyecto de crear un museo similar en la capital española.


De porquero a cirujano
El origen de este pintoresco personaje no pudo ser más humilde. Nació en Valseca de Boones, en la provincia de Segovia, en donde ejerció durante su infancia y adolescencia como porquero y ayudante del pregonero. A los veintidós años, y tras la muerte de sus padres, se trasladó a Madrid en donde trabajó de criado mientras estudiaba medicina por las noches.

Su tenacidad fue clave para que pudiera terminar la carrera y para que años después consiguiera el doctorado en Medicina. Pronto llegó a adquirir cierta notoriedad en la capital española gracias a su pericia con el bisturí. Un tardío, poco predecible y vertiginoso éxito profesional.

Su trabajo como cirujano corrió parejo a su morbosa afición por coleccionar todo tipo de extravagancias anatómicas. Las imparables ampliaciones de su colección antropológica provocaron una situación agobiante en el domicilio familiar hasta el punto de verse obligado a mudarse.

El doctor Velasco se trasladó al número 90 –actualmente 92- de la calle Atocha, llevando consigo tanto su colección anatómica como sus pertenencias. El museo no tardó en adquirir cierto renombre y por allí pasaron algunos de los personajes más influyentes del momento, entre ellos el mismísimo rey Amadeo de Saboya.

Un gigante en una vitrina
En 1872 el museo se volvió a quedar pequeño y fue entonces cuando el doctor Velasco decidió enaltecer su colección en un palacio-museo, un proyecto con un coste aproximado de un millón de reales, una cifra demasiado elevada y que obligaba a solicitar ayuda estatal.

A pesar de la falta de respuesta por parte de la administración el cirujano continuó con su empeño y tan solo tres años después el nuevo espacio museístico fue inaugurado por el rey Alfonso XII. Fue el nacimiento de lo que actualmente conocemos como Museo Nacional de Antropología.

En sus comienzos fue un valioso gabinete de curiosidades, integrado por objetos pertenecientes a los tres reinos de la naturaleza, por objetos etnográficos y por muestras teratológicas, una colección que colocó a nuestro país en la vanguardia europea.

Entre las joyas actuales de la colección del Museo Antropológico se encuentra un gigante extremeño -Agustín Luengo Capilla-, el español más alto de la historia con sus 235 cm. La leyenda cuenta que vendió en vida su cadáver a Pedro González Velasco a cambio de recibir 2,5 pesetas diarias mientras viviese.

Una quimera tan atractiva como irreal, puesto que no existe documentación que permita acreditar esta transacción, de lo que sí existe constancia es que Agustín nació en Puebla de Alcocer (Badajoz) y que el rey Alfonso XII lo recibió en audiencia. Es posible, pero incluso de esto tampoco disponemos de seguridad argumental, que el soberano le regalase un par de botas que equivalen al número 52. A partir de ahí la historia del gigante se adormece en la noche de los tiempos para volver a recuperar la luz en 1992.

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