El veneno que destilan los ayatolas y su oscuro pelele, Ahmedinejad, es sólo la punta de lanza de un viejo y recalcitrante resentimiento iraní, que, es curioso, no parecía existir en la época del Sha. Se ha ido acumulando con cada éxito y cada conquista israelí, con cada demostración de inteligencia y superioridad moral de los judíos sobre los musulmanes. Hay que decirlo con claridad: en todos estos años, desde que existe Israel, no se ha dado nunca por su parte un odio expreso y repugnante por sus vecinos como el que ahora promueven los persas. Durante mi larga estadía en el pequeño y valeroso país no escuché, precisamente de labios de judíos persas, más que maravillas de su país de origen, del culto a las rosas y los largos silencios de sus parques, pero eso fue antes de Khomeiny y el delirio integrista, antes de que la ralea shíita se apropiara de una tierra de estratégicas y abruptas fronteras. Pase lo que pase, haya o no guerra, será muy difícil que desaparezca de una día para otro lo que están sembrando los enemigos del sionismo y por extensión de lo judío allí donde se encuentre.
No debemos engañarnos. En esa zona del mundo el auténtico peligro, la verdadera y ponzoñosa marea negra es el régimen de los ayatolas. Sin embargo, Europa no se mueve, eleva tímidamente su voz para mostrar su enfado porque un país miembro de las Naciones Unidas es amenazado de extinción por otro. Poco más. Toda la presión que se ejerce y ha ejercido sobre Irán no sirve ni ha servido de nada, más aún: sólo ha acentuado allí el odio por los Estados Unidos y sus estratégicos aliados. Cuando razón y sin razón se enfrentan, y la existencia del nazismo así lo demostró, la sin razón no tarda en llevar la delantera sencillamente porque no duda, su sed de sangre y su odio son tales que su fuerza los impele durante cierto tiempo, hasta que por fin la razón les para los pies. Ya sabemos el costo de tal desfase, el precio que el mundo tuvo que pagar por no actuar a tiempo contra el mal. Lo que sucede ahora, sin embargo, es mucho peor, hay armas atómicas de por medio y arsenales cuyo supuesto contenido hace pensar en un incontenible Apocalipsis. Las noticias que nos alimentan cada día son aciagas y tristes. Israel calcula el costo de su eventual campaña, no hay nada altisonante en su discurso oficial, contestado por algunos estamentos universitarios y de la izquierda que ingenuamente piensan que Irán no se atreverá nunca a agredir a Israel, al menos no antes de que lluevan sobre su territorio las primeras bombas.
Altisonantes son, en cambio, las palabras de los líderes iraníes. Hacen saber al mundo entero, y de paso buscan aquí y allá cómplices, que Israel debe ser y será borrado del mapa. Todo para hacerles un favor a los palestinos, que por supuesto también sucumbirán si ocurre la desgracia de la guerra. Es una ventaja que tu enemigo enuncie sus propósitos, aunque habrá que ver hasta qué punto los israelíes saben aprovecharla. Tras mucho meditar sobre la historia de la zona y lo acontecido en ella en las últimas décadas, parece claro que Occidente se equivocó al atacar a Irak. Si la guerra se hubiese llevado a cabo contra Irán, el mundo estaría hoy mucho más relajado de lo que está. No existirían Hezbolá en el Líbano ni Hamás tendría un socio distante pero activo en los persas. No sólo no se puede aceptar un Irán nuclear, tampoco es de recibo que continúe amenazando a Israel y que el mundo libre, ¡que debe tanto a los judíos! no tome francas y claras medidas para contrarrestar ese veneno que también salpica a Occidente. Girar la cabeza hacia otro lado en estos momentos es de cobardes. Creer que lo que pase a Israel sólo le concierne a los judíos es no tener la menor idea de las devastadoras consecuencias que el más mínimo triunfo shíita acarrería a nuestro planeta.