Conclusiones duras, cuatro meses después de la masacre

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Hace exactamente cuatro meses, el sábado 7 de febrero a las 6.30 de la mañana, aproximadamente 3.000 terroristas armados hasta los dientes rompieron la valla fronteriza que separa la Franja de Gaza del territorio soberano en el sur de Israel y se lanzaron salvajemente sobre más de 20 comunidades civiles israelíes —kibutzim, pueblos, ciudades y también bases militares, además del sitio del festival de música Nova—, y asesinaron a más de 1.200 personas, en su enorme mayoría civiles. Casi todos israelíes judíos, pero también israelíes musulmanes se contaron entre sus víctimas, así como extranjeros de Filipinas, Tailandia y Nepal que trabajaban en los kibutzim de la zona.

Hirieron a más de 10.000 personas, violaron numerosas mujeres y hasta a sus cuerpos asesinados, degollaron, prendieron fuego casas ahogando así y carbonizando a familias encerradas en los refugios.

Y secuestraron a 253 personas, la mayoría civiles, y también soldados.


Niños. Un bebé de 9 meses y su hermano de 4 años. Dos mellicitas de 3 años. Y otros niños de 4, 5, 8, 9, 12…Y gente de avanzada edad. Octogenarios enfermos. Sobrevivientes del Holocausto. Jovencitas. Hombres, mujeres y niños. Causaron estragos y sembraron el horror.

Todo esto mientras desde Gaza disparaban miles y miles de cohetes hacia la población israelí.

Los relatos de sobrevivientes que lograron volver del cautiverio durante el alto el fuego de noviembre son un testimonio de la maldad. De los golpes. De los niños a los que les pegaron las piernas al carburador de la moto sobre la que se los habían llevado para que se los reconozca si logran escaparse. Y la mujer a la que le quitaron los lentes…creo que era Adina Moshé. Y la secuestrada a la que le quitaron el oxígeno. Y Mia Schem, la joven secuestrada de la fiesta a la que un médico le dijo que no volverá nunca a ver su casa. Y la mujer a la que le dijeron que su kibutz estaba destruido. Y Eitan Yahalomi, un niño de 12 años al que le obligaron a mirar videos de los horrores que los terroristas mismos habían filmado y compartido con las redes.

Fueron esos horrores los que obligaron a Israel a lanzar la dura guerra que continúa hoy contra Hamás. Una guerra en la que el objetivo ya no podía ser el mismo de otras anteriores, conseguir calma por unos años. No, esta vez tenía que ser diferente: demoler totalmente el mal, neutralizarlo de tal forma que ya no pueda volver a amenazar. Que no pueda concretar lo que altos miembros de Hamás proclamaron pocos días después del 7 de octubre: que volverán a atacar porque el Estado judío no tiene, según ellos, derecho a existir.

La guerra en curso, que sólo ignorantes o muy mal intencionados pueden calificar de genocidio, tiene como objetivo destruir a Hamás. Israel sabe que la idea de odio no desaparecerá, pero lo central es que no puedan traducirla en un nuevo ataque a Israel.

Hamás miente y no hay ninguna razón para creer que sean ciertas las cifras siderales de muertos que sostienen ha cobrado la guerra. Que hay muertos, y muchos, es indudable. Pero aquí la pregunta central es si acaso algún país normal en la situación de Israel se habría permitido no reaccionar aún con riesgo que mueran civiles del otro lado. Con la monstruosa infraestructura armada de Hamás incrustada en medio de todos los espacios civiles de Gaza, es imposible garantizar una separación absoluta entre civiles y terroristas, aunque Israel hace enormes esfuerzos para lograrlo.

Expertos serios en historia militar sostienen que la proporción de civiles muertos, en comparación con terroristas, es de las más bajas en la historia de las guerras modernas. No son pocos y cada uno es un mundo entero cuya muerte no nos alegra. Pero Israel tiene derecho a defenderse, aunque Hamás ponga en peligro a su propia gente. Si no lo hiciera, estaría exponiendo a la ciudadanía israelí a más y más muerte. No hay derecho a exigírselo.

Pero más allá de ello, cabe recordar que cuando Hamás publica los números —recuerden, la fuente “ministerio de Sanidad de Gaza” es Hamás— no hace mención ninguna de los terroristas eliminados, como si las bombas israelíes fueran dirigidas hacia mujeres y niños y esquivaran a los hombres. Además, Hamás tampoco dice nada de los numerosos cohetes que disparó a Israel y que cayeron por error dentro de Gaza, matando palestinos. A todos los pone en el cómputo de “víctimas del genocidio”.

Los cruentos sucesos del 7 de octubre reafirmaron lo que desde hace años está claro para muchos y hoy cabe suponer que para la mayoría en Israel: que el conflicto no es territorial. Claro que sí tiene un componente territorial, pero no es por el control israelí de Cisjordania que Hamás “lucha”. No hay ni un soldado israelí en Gaza desde setiembre del 2005. A lo que Hamás se opone es a la existencia misma de Israel. Ellos son los genocidas. No lograron matar 6 millones, como los nazis, pero sus intenciones eran las mismas. Asaltaron territorio soberano de Israel, al que casi 20 mil palestinos de Gaza entraban diariamente a trabajar felices cuando obtenían el permiso. Sabían que con la masacre arruinarían todo, pero no les importó, porque su objetivo no es velar por el bienestar palestino, sino destruir a Israel.

Atacaron el territorio al que numerosos pacientes palestinos pasaban para recibir tratamiento en hospitales israelíes.

Y entre los secuestrados hay gente que los ayudaba trasladándolos desde la frontera a los hospitales para ahorrarles el dinero del viaje y facilitarles las cosas. Nos lo contó Izhar Lifshitz, cuyos padres octogenarios fueron secuestrados de su casa. Su padre hacía siempre esos traslados, desde hace años. Su madre ya volvió y su padre, que él no se hace ilusiones que siga con vida, aún está en Gaza, enfermos, sin remedios, de más de 80 años. Ellos eran de esos convencidos de la necesidad de la convivencia en paz. Ahora Izhar, con quien hablamos cuando detrás nuestro está la casa carbonizada de sus padres, no cree que sea posible llegar con ellos a a la paz.

Pero el golpe más duro, aparte de la muerte misma por cierto, fue ver el papel que jugaron los civiles palestinos en todo este horror.

Salieron a las calles enardecidos a celebrar la masacre. Escribieron en sus redes que el 7 de octubre era el día más feliz de sus vidas. Golpeaban, abofeteaban, escupían y tiraban del cabello a los civiles que iban aterrorizados en las camionetas manejadas por los terroristas que volvieron con los “trofeos” humanos. Civiles mataron. Civiles secuestraron. Robaron, destrozaron, se sumaron al espanto terrorista que fue ese sábado negro. Y lo peor, entre ellos, también quienes habían trabajado en Israel y conocían perfectamente las comunidades en las que estaban empleados. Dieron información clave a los terroristas.

Esa es una herida incurable para todos los que siempre creímos que la mayoría del pueblo palestino debe querer para sus hijos lo que nosotros queremos para los nuestros. Seguramente hay quienes piensan así. Pero ahora, cuatro meses después, cuando seguimos esperando la liberación de los 136 secuestrados, entre ellos dos niños, 17 mujeres que sabemos han sido violadas repetidamente, ancianos, dos beduinos israelíes que trabajaban en el tambo de un kibutz y una decena de trabajadores extranjeros… Ahora me pregunto dónde están. ¿Nadie de los civiles podía hacer nada? Tuvieron a secuestrados en casas particulares. En hospitales. ¿Ningún santo podía hacer nada? ¿Dar alguna señal para que salven a esos civiles israelíes?

¿Dónde están los civiles palestinos que quieren para sus hijos lo que yo quiero para los míos?

Acerca de Ana Jerozolimski / Semanario Hebreo JAI

Periodista, con sede en Jerusalem que cubre a Israel y los palestinos. Dedicada a los asuntos de Medio Oriente y cobertura especial de uruguay.

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