Crónica de la barbarie

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¿Por qué?

Le respuesta a esa pregunta ayudará a encontrar la de otras que al escribir esta crónica aún esperan: ¿Por qué esos jóvenes estudiantes?, ¿Quiénes son los autores intelectuales? ¿Quiénes los materiales? ¿A dónde los llevaron? Las preguntas se multiplican y la búsqueda de respuestas carece de brújula.

Muy atrás quedaron los tiempos de la poesía cuando los cancioneros matutinos de la radio iban “…por los caminos del sur, vámonos para Guerrero, porque me falta un lucero y ese lucero eres tú”. Sabían, por lo menos, qué buscaban, no como en los prosaicos de hoy tan turbios que no solo es difícil ver qué pasa en el firmamento sino en este planeta en que nos tocó vivir. 18 días de secuestro y desaparición de 43 muchachos y se ignora su suerte en el momento en que esto escribo. La indignación crece en la medida de la falta de resultados concretos en las pesquisas. Se agranda con la espera la vergüenza del repugnante delito sin precedentes.


Si la tragedia permitiera recurrir a lo trivial podríamos seguir el procedimiento que le ha permitido a Hércules Poirot solucionar los más complicados enigmas imaginados por Agatha Christie. Una característica compartida y oculta es, con frecuencia, la causa del asesinato de personas desconocidas entre ellas, citadas a un ático, casa abandonada o isla desierta donde el vengador misterioso las despacha una por una. La cita de una novela policíaca parece deleznable, pero nos lleva a una pregunta sería: ¿qué tienen en común estos muchachos, qué los marca con solidez suficiente para ser causa del imperdonable homicidio colectivo? Pueden ser, en ocasiones, la raza, etnia, religión, política, nacionalidad. De una lista inagotable escojo tres.

La edad. Todos ellos tienen entre 18 y 23 años, anhelos comunes, proyectos parecidos, ilusiones, amores. No parecían padecer alguna enfermedad, ni vicio, ni siquiera afición a un deporte o hábito que fuera cualidad o defecto del grupo entero. Nada hay en sus costumbres que pueda despertar alguna sospecha de motivo criminal. Eran muchachos normales, pertenecientes a familias tradicionales de una región agrícola con artesanos, comerciantes y profesionistas arraigados ahí por generaciones. Su juventud los junta pero no puede ser causa por sí misma.

Su colegio. Todos eran alumnos de la escuela normal rural “Raúl Isidro Burgos”, de Ayotzinapa, fundada en 1926, producto típico de la mística revolucionaria con su mensaje de redención agraria, educación para todos y seguridad en la tierra poseída por quienes la trabajan con sus manos. En casi 9 décadas de historia la escuela ha tenido una presencia destacada, sobre todo una vocación de servicio a la colectividad: ha producido desde guerrilleros como Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, hasta estudiantes muertos por policías municipales (dos en diciembre de 2012) y voceros de un empobrecimiento general de la zona, cuyas manifestaciones contra autoridades corruptas han hecho de ese núcleo educativo un organismo incómodo para quienes ejercen el poder en todas formas.

La pobreza. Todos pobres: factor común entre los 43. Se inscribieron en la normal aspirando a lo máximo que pueden alcanzar: una plaza de maestro algún día si les va bien. Esta pobreza es su principal característica. Cito a Lorenzo Meyer: “La última confrontación entre estudiantes de Ayotzinapa y la autoridad en un estado y en un municipio gobernados formalmente por un partido supuestamente de izquierda —el PRD—, sólo tiene explicación si a la descomposición estatal se le introducen además factores como la estupidez extrema, la irresponsabilidad descomunal, la inmoralidad desorbitada, el autoritarismo, el crimen organizado y la confianza en la impunidad de los poderosos, impunidad cimentada desde hace mucho con ejemplos que abarcan desde presidentes, secretarios de Estado, empresarios, jueces y jerarcas eclesiásticos hasta legisladores, gobernadores, alcaldes, funcionarios, policías y militares”.

Ninguno de los 43 es caudillo estudiantil, ni líder político, ni organizador de masas, ni pretendía emprender carrera en empresas mercantiles públicas o privadas. Si alguno hubiera destacado en lo individual bastaría desaparecerlo y con ello hacer un escarmiento para desanimar a los émulos posibles. Pero no fue así, ninguno era guía. En cambio todos eran pobres. Merecían un castigo por quejarse de eso, inconformarse, denunciar y protestar, unirse entre ellos para cambiar el sistema de imposible ascenso social o económico, de condena irremediable a la miseria. El último derecho, pertenecer a un grupo, representa un peligro. La pregunta encontró respuesta y el misterio solución.

Por pobres.

1 comentario en «Crónica de la barbarie»
  1. mi querido Jacobo:
    para que preguntas retoricas, si los que entendemos un poco, sabemos lo que paso
    simplemente en el edificio de la snte no caben todos y los que se mueven,,,,pues no salen en la foto, a alguien le pisaron los cayos, y los callaron para siempre

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