Desolación de Cernuda

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“Tradición, ya lo sabemos, es cultura”. Luis Cernuda es, cuando escribe eso, aún un hombre joven. Y aún no es un exiliado. Lo será muy pronto, cuando el menosprecio de cualquier continuidad en la memoria haga aquí la vida de un poeta inútil: porque sólo en la lengua recordada vive la poesía. Pasará el resto de su vida sobre la patria sin suelo que son las bibliotecas. Al otro lado del Atlántico. Y no lo tentará la oferta del retorno: él no tiene por qué volver a ningún sitio; no ha salido; llevó con él la patria, que es la emoción de ver brillar, en el álgebra de las palabras, esa chispa a la cual llama poesía: la lengua concentrada en un instante. La patria es Jorge Manrique, es Góngora… Y aquellos que lo ignoran son los de verdad apátridas. Tal, la tragedia que el aún joven poeta vaticina en 1937: “los españoles no quieren nada con la tradición”; su tiempo es, pues, perdido.

Releo la reivindicación doliente que hace de Góngora Cernuda en el vértice más cruel de la guerra civil, ese suicidio de España. Lo veo, con emoción, refugiarse en una intemporalidad meditativa, sin la cual el presente no sería más que despojos. Profetiza, el poeta. Se profetiza a sí mismo. Y profetiza el destino de los que van a ser desposeídos de todo patrimonio. “Cada español se enfrenta con el mundo como un primitivo”, escribe. “Mirando, sintiendo, comprendiendo, como si nadie antes que él hubiera mirado, sentido y comprendido”. Y eso sólo puede traerle a un hombre muerte. Material, como poética. Muerte: la que Cernuda tiene ante sus ojos. Borrar el pasado es borrarnos: a cada uno de nosotros con su nimia carga; de desdichas, igual que de venturas. “Tradición es cultura”, deja caer entonces, con certeza de no ser oído, el poeta español más grande de su siglo. Lo que es igual: que “lo ganado por el hombre, debe ser siempre precioso para el hombre”; y envilecerlo es el definitivo y exterminador exilio.

En Cataluña y en el año 2015, una tribu tan complacida en sus deidades cuanto podía estarlo la avalancha plebeya que sembrara muerte y ruinas sobre la Centroeuropa de los años treinta, consuma el mitológico arrebato emotivo que le exige borrar, sin dejar huella, todo tiempo pasado. Y volver, a fuerza de testarudo empeño irracional, al cero: lo metafísicamente imposible. Es la epopeya del “triunfo de la voluntad”, a la cual diera imagen Leni Riefenstahl sobre los iconos paganos de la gran concentración hitleriana de Núremberg en septiembre de 1934. Inmediatamente después de esa liturgia bárbara, vinieron las tempestades de muerte. De esa muerte que es la única verdad de la cual habla, sin hablar, la gran escena operística de aquel que dice, con solemnidad, su decisión de borrar el cernudiano “esfuerzo de quienes nos precedieron”.


Desde lo intemporal, el ausente poeta nos mira en sus palabras. Con la desolación con que siguiera la soledad del vagabundo Góngora, que escapa “dejando un eco de lamentos ahogados, de pretensiones deshechas, de resignación aburrida”.

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