¿Dios, el diablo o burda atracción turística?

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En 1483 un europeo B. de Breydenbach, relata por primera vez los fantásticos sucesos que se producen cada año en un cementerio de El Cairo: “Todos los muertos enterrados en este cementerio salen durante el día de sus tumbas, permanecen inmóviles y privados de sentimientos frente a todos y, terminado este acto solemne, vuelven a sus sepulcros. El fenómeno se repite todos los años y no hay adulto en el Cairo que ignore este fenómeno”.

Durante trescientos años, desde el siglo XV hasta el siglo XVIII, el milagro es regularmente narrado por los viajeros orientales. Según las épocas, los resucitados son musulmanes, cristianos o egipcios de la antigüedad. La fecha del milagro varía casi tanto como el lugar.

En el siglo XV, la resurrección se fija el día viernes santo, aniversario de la muerte de Cristo. Sólo cambia la duración del fenómeno. Puede extenderse por los tres días que preceden al domingo de Pascua, que conmemora la resurrección de Cristo y a veces se alarga hasta dos o tres semanas después del viernes santo.


Según los viajeros europeos, que constatan por ellos mismos los hechos, o recogieron los relatos de los cairotas o de algún compatriota, los cuerpos aparecen enteros o por pedazos: cabezas, manos, brazos, piernas, pies. Ni los cuerpos ni los miembros se mueven; surgen bruscamente de la tierra o se quedan en la superficie sin moverse por unos instantes. Luego, son tragados por la arena.

Para asistir a esta “cuestión admirable y espantosa”, según términos de un viajero de fines del siglo XVI, el público viene en masa sin importar su religión. Cristianos, musulmanes, judíos, todos están ahí para contemplar el milagro. Algunos rezan, mientras otros se arriesgan a tocar los cuerpos o los miembros. La mayoría, sin embargo, se contenta con mirar.

El gentío es similar al de una gigantesca feria y suscrita un gran regocijo. Una parte del público se queda por la noche y mercaderes ambulantes venden comida y bebida y se canta durante toda la velada.

Es posible que en el origen de estos sucesos ocurridos los viernes santos haya otro milagro: la aparición de una luz, el sábado santo, en un viejo cementerio copto o cristiano, que prefiguraba la resurrección el domingo de Pascua.

En El Cairo se dice que los muertos que dejan su sepultura son escépticos que no creían en la resurrección. Para castigarlos, o para advertir a los vivos, Dios los ha condenado a que se entreguen a estas apariciones inquietantes.

Los viajeros occidentales atribuyen una manifestación del diablo a estos acontecimientos, más que la expresión de la voluntad divina. Algunas malas lenguas dicen tener ciertas dudas y piensan que se trata sólo de supercherías. Según opinan estas personas, los cuerpos y los huesos aparecen siempre que el observador está de espaldas… Algunos dicen, incluso, que son los propios boteros quienes ponen en escena las resurrecciones para tener más clientes que crucen el río Nilo.

Por otro lado, mientras los cairotas se maravillan frente a los cadáveres de sus antepasados y los más audaces, cuando mucho, se atreven a tocar sus huesos, los europeos no dudan en consumir, como remedio, los cuerpos más o menos desecados de las antiguas momias. El remedio, llamado mumia, se fabrica en un principio a partir de las momias. Aparece en las boticas bajo tres formas: pedazos de cadáveres, pasta negruzca o en un polvo obtenido por la incineración de cuerpos. Algunos fabricantes consideran que la búsqueda de momias es demasiado fastidiosa y encuentran mucho más práctico usar para su siniestro comercio cadáveres de acceso más inmediato, pero también más frescos…

Es a fines de la Edad Media cuando empieza a consumirse mumia. Se considera a esta substancia como un remedio para todo tipo de males, como los dolores gástricos y las heridas, y se prescribe para toda ocasión. El comercio es floreciente hasta fines del siglo XVII. En esa época en Egipto, los fabricantes tenían que pagar grandes sumas de impuestos, por lo que dejan poco a poco esta actividad.

Ambroise Paré, célebre cirujano francés de la segunda mitad del siglo XVI, denuncia drásticamente en sus escritos el uso de la mumia. Después de haber tratado de dar a entender a sus contemporáneos que los antiguos egipcios no embalsamaban a sus parientes y amigos para facilitar sus problemas de digestión, insiste en el hecho de que el remedio es peor que el mal. No es tomado en cuenta; ni siquiera después de contar el relato de su colega Guy de la Fontaine, quien visitó los talleres donde se fabricaba la mumia en Alejandría y conoció algunos secretos de su fabricación.

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