El discurso del presidente sirio Bashar Assad del miércoles pasado estuvo impregnado de una mezcla de paternalismo aparentemente condescendiente y amenazas bastante claras. Se trataba de la primera vez que se dirigía a la nación desde el inicio de las protestas populares en las que, según diversos cálculos, han sido asesinadas cerca de un centenar de personas. Al hablar en el recinto parlamentario fue aclamado por sus legisladores, quienes coreaban alabanzas del tipo de “Dios, Siria y Bashar solamente” o “nuestras almas, nuestra sangre sacrificamos por ti”. Sonriente y confiado Assad expresó que si bien en otras partes del mundo árabe las demandas populares de cambio eran positivas y pertinentes, en Siria no había motivos reales para protestar puesto que él y su régimen están dedicados a satisfacer las necesidades de sus ciudadanos.
En consecuencia —enfatizó una y otra vez el joven dictador— son fuerzas enemigas que conspiran desde dentro y fuera del país quienes están detrás de las turbulencias registradas en los últimos días, fuerzas por cierto minoritarias según él y que responden fundamentalmente a una “agenda israelí”. Había pues que permanecer unidos para contrarrestar el nefasto activismo de tales agentes foráneos. Por lo visto, Assad sigue recurriendo al manido recurso de culpar a un ente externo, preferentemente a Israel, de todos los males que su nación enfrenta. A fin de cuentas si la mantra de la responsabilidad israelí ha funcionado por décadas, por qué no usarla una vez más como mecanismo siempre útil para eludir o desviar las demandas de libertad, desarrollo y democracia.
Así, a pesar de que un día antes Assad había disuelto a su gobierno con la promesa de reformas sustanciales entre las que se incluiría la eliminación del estado de emergencia vigente desde 1963, a lo largo de su comparecencia pública no expresó ningún compromiso puntual que hiciera referencia a las mencionadas reformas; sólo vagas generalidades dirigidas a informar que se trabaja en el tema pero sin precisar nada más. A lo más que llegó un día después fue a anunciar la creación de un comité legal para estudiar el tema del estado de emergencia.
Y ciertamente la mano de hierro asomó tras sus palabras. Assad sabe, y sus ciudadanos también, que a diferencia de lo acontecido en Túnez y Egipto, en su caso el ejército constituye un cuerpo sólidamente imbricado con la Presidencia al responder a intereses y lealtades tribales típicos de la nación siria. Por tanto, es evidente que sus tropas y cuerpos policiales no dudarán en abrir fuego contra los civiles subversivos como ya se mostró en días recientes en las ciudades de Deraa y Latakia y como de hecho ocurrió horas después del discurso presidencial en esta última ciudad. No en balde los sucesivos gobiernos sirios han estado sostenidos desde la época del golpe de Estado ejecutado por el partido Baath, en la capacidad represiva de sus aparatos de seguridad, cuya “eficacia” se comprobó trágicamente en 1982 cuando se asesinó a mansalva a cerca de 20 mil personas en la localidad de Hama.
De hecho, dentro del espectro de los países árabes aquejados hoy por las protestas populares, aparece una similitud notable entre Assad y Gadhafi. Porque aunque el primero posee una apariencia circunspecta que difiere de la locuacidad y la propensión al “show” que caracterizan al líder libio, en ambos prevalece una megalomanía y un desprecio real hacia todos los amplios segmentos de sus respectivas poblaciones que no pertenecen a los estrechos círculos tribales de donde ellos provienen y que son los detentadores privilegiados del poder. Tanto Assad como Gadhafi son capaces así de ejercer enormes dosis de violencia contra quienes consideran sus enemigos; no en vano han funcionado desde siempre al amparo de la represión continua y del consecuente temor que han logrado inocular en sus ciudadanos. Sin embargo, múltiples diferencias de peso en la posición geoestratégica de ambos países hacen prever que el desarrollo del drama sirio será distinto al que actualmente presenta Libia. Si las protestas continúan y la represión de Assad arrecia, la comunidad internacional, incluida en ella la Liga Árabe, tendrá que responder con otros mecanismos distintos a los usados contra Gadhafi.
Fuente: Excélsior
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