El fin del amor (2019), de Tamara Tenenbaum. Querer y coger en el siglo XXI.

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El proceso de encontrar pareja no tiene nada que ver en la actualidad con lo que suponía hace solo algunas décadas. Tradicionalmente las relaciones conyugales se establecían en el seno de las relaciones familiares, a través de las bodas concertadas, al menos respecto a las familias más pudientes. El resto intentaba encontrar a alguien compatible dentro del ámbito geográfico en el que le había tocado vivir. La revolución sexual de los años sesenta, junto a la tecnológica de las dos últimas décadas ha conseguido que los jóvenes – y no tan jóvenes – puedan conocer a gente de lugares muy distantes pero con intereses muy cercanos. O al menos así era cuando comenzó internet. La llegada de aplicaciones como Tinder ha estimulado la búsqueda de relaciones geográficamente cercanas, rápidas y sin compromiso. Encontrar una pareja estable se ha vuelto una tarea complicada, puesto que si el candidato de antes tenía que competir con un número limitado de rivales, ahora dicha competencia se ha multiplicado exponencialmente, por lo que el nivel de exigencia ha aumentado en la misma medida. De ahí surgen dos alternativas radicalmente diferentes a la hora de emparejarse:
“De un lado tenemos las formas antiguas de vida en común: la familia tradicional, los nacionalismos, la pertenencia a una cultura y a una lengua compartidas. Del otro lo que se nos ofrece como alternativa, una especie de individualismo neutralizado: consumir, competir, cuidarse a una misma, preservarse. Los conservadurismos clásicos siguen insistiendo —y cada vez de modo más violento— con el primer polo como única receta para la felicidad: quien no se case ni tenga hijos se quedará solo, quien se pelee con su gente (la que le toca en suerte por nacimiento, por la cultura en la que nació) estará renunciando a la posibilidad de sentirse en casa en algún lado. Por fuera de estas estructuras, nos dicen, solo queda el desamparo. Un nuevo tipo de conservadurismo propone el segundo polo como única alternativa disponible: empoderarse es trabajar, ganar plata, coger mucho, consumir. Los vínculos, en este nuevo paradigma, son pensados también en términos de objetos de consumo: si me hace sentir bien, lo conservo; si ocupa demasiado lugar, lo tiro.”

Tamara Tenenbaum parte de su experiencia personal, pues nació en una comunidad judía ortodoxa en Argentina, donde las bodas seguían concertándose al estilo tradicional, aunque afortunadamente ella pudo oponerse a esa costumbre para sí misma sin demasiados problemas. Pero tampoco la alternativa resulta ser enteramente satisfactoria. La búsqueda de relaciones es fácil, pues existen numerosos instrumentos para ello, pero esto también consigue que la tentación de buscar una alternativa a lo que actualmente se tiene sea muy poderosa. Todo esto deriva en una exposición de victimismo respecto al género femenino, llegando a decir que es el género que más sufre cuando se produce un rechazo, como si los hombres no tuvieran la misma capacidad de padecimiento al respecto. También que las mujeres necesitan gastar mucha más energía y recursos para sentirse bien en la búsqueda de pareja y que el varón promedio no necesitan tantos productos y tratamientos para sentirse bien consigo mismo. Cierto es que esto es un constructo social, pero también que todos somos igualmente libres para elegir en lo que gastamos nuestro tiempo, nuestro dinero y nuestro tiempo de ocio.

Si bien se trata de una lectura interesante, sobre todo cuando la autora narra sus experiencias personales, El fin del amor bebe demasiado de la sociología de Eva Illouz, hasta el punto de que este libro puede servir perfectamente como introducción a la lectura de aquella – cuyo último libro comparte título con este de Tenenbaum -, pues todos estos temas van a ser mucho más rigurosamente desarrollados en Illouz. Quizá lo que aporta Tenenbaum son ideas más frescas y espontáneas, pues muchas se derivan de su propia experiencia. Especialmente interesante es la reflexión sobre internet, realizada por una persona que prácticamente ha vivido desde su juventud con este instrumento, desde los primitivos foros hasta las más sofisticadas redes sociales de la actualidad. La autora expresa perfectamente el abismo existente entre la red de hace veinte años, un lugar amable y repleto de posibilidades de futuro y el lugar en gran medida hostil en que se ha convertido en la actualidad:


“Internet era un mundo separado y definido, esa es la primera diferencia entre 2005 y 2018: nos sentíamos seguros (a pesar de que los medios hicieran campañas para alertar sobre pedófilos y vendedores de riñones y nuestros padres las creyeran) porque lo que allí pasaba parecía no tener consecuencias en la vida real. Si te peleabas con tu comunidad e incluso te banneaban (expulsaban), podías irte y nadie se enteraba; incluso podías apagar la computadora y sentir que todo eso desaparecía. Esto cambió con la aparición y masificación de las redes sociales y los smartphones, que produjeron las condiciones necesarias para las redes de levante: los seudónimos (nicknames) que protegían nuestro yo de Internet de la intrusión del mundo físico fueron reemplazados por el nombre real que hoy casi todos usamos en Facebook (que a su vez se linkea con casi todas las aplicaciones de levante). A medida que se llenó de información (cada vez más fácil de encontrar gracias a Google) el anonimato se hizo casi imposible. Nuestros padres empezaron a usar redes sociales. Nuestros jefes también. Hoy la gente pierde trabajos y parejas por cosas que pasan en Internet y el bullying que reciben los y las adolescentes allí tiene una continuidad indistinguible con el que reciben en el colegio. Internet dejó de ser algo que podíamos apagar para volverse indistinguible de nuestra vida social, laboral y afectiva en general.”

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