El jardín subliminal

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Una mezcla entre lo tradicional y lo moderno. Así se veía el mercado del antiguo pueblo de Bar-Yojai ubicado a las orillas de Haifa, al sur de Israel.
Con tan sólo mil habitantes, la mayoría de ellos abuelitos que al cabo de los años y con la única finalidad de vivir sus últimos días en paz y armonía, han decidido residir allí.
La tranquilidad de Bar-Yojai se percibía desde su única entrada. Un valle profundo con aroma verde que se platinaba con la puesta del sol. Desde allí se divisaban los tejados con sus particulares adornos.
Cada casita se observaba desde la entrada del pueblo, motivo que dio origen a la costumbre de adornar los techos. Habían de colores, con dibujos, formas de flores o pájaros. En casi todos se llegaba a leer el apellido de la pareja que ahí vivían. Algunas casas abandonadas todavía mantenían sus dibujos cubiertos por grandes plantas enredaderas muy típicas de esa región.
En el mercado abundaban las especias aromáticas como el laurel, tomillo, hierbabuena, orégano, curry, cominos, anís, pimientas, clavo de olor, epazote, canela, azafrán, semillas de mostaza, pimentón, mejorana y demás delicias que aromatizaban el lugar.
Muchos eran los turistas y comerciantes que llegaban desde puntos muy lejanos para oler aquella fresca delicia.

Era un día cálido de Mayo primaveral y Don David ya había llegado a su casa rústica y antigua, fría y solitatia. Las paredes de piedra caliza en tonos miel contrastados con un añejado gris abrillantaban la soledad de Don David.
Un hombre muy elegante a pesar de sus 86 años.
Único hijo de un matrimonio que nadie recuerda o nadie quisiera recordar. La invasión alemana acabó con sus vidas cuando Don David tan sólo contaba tres años de edad. La vida lo obligó a valerse por sí mismo, aprender los tiempos de la siembra y la cosecha, los diferentes tipos de tierras y cambios climáticos. Aprendió a amar la naturaleza. El sol, la luna, las estrellas y los vientos eran para él sus maestros. Casi se podía decir que Don David entendía el idioma de los árboles y las plantas. Frecuentemente se lo veía platicando con un eucalipto de más de 200 años.
La experiencia lo hizo sabio.
“La única manera de adquirir conocimientos es a través de la curiosidad”. Una frase siempre pegadas sus labios.
Don David nunca se cansaba de admirar la naturaleza y descubrir cosas nuevas.
Su huerto floreaba en la parte trasera de su casa y su jardín parecía magnético. No había quien resista voltear a verlo. Habían flores de todos los colores, hierbas y árboles frutales.
Don David era un hombre muy pobre, lo único que tenía era muchísimo dinero.
A pesar de su elegancia era un hombre solo. Nunca se había casado, no supo qué es tener papás, hermanos ni hijos.
Su acompañante fiel siempre fue el medio ambiente ecológico.
Nunca se enojada a menos que veía a alguien dañar u ofender a la Madre Naturaleza.
Raramente, ese día se lo veía triste, más solo que nunca, serio.
No dudó en visitar a su anciano amigo que lo vio nacer bajo su sombra: El Señor Eucalipto.

– Si te digo un secreto no se lo dirás a nadie ¿verdad? Me siento solo. No arbolito, no te enojes. Tú eres mi amigo, pero necesito una mujer, una compañera. Estoy enamorado. No, no sé de quien. Aconséjame qué hacer, amigo. Sí, ya sé que tengo 86 años. Tú tienes más de 200 y yo te admiro. Nuestra Madre tiene más de 5000 y todos la aman. Yo, apenas tengo menos de 90. No, no te rías, hablo en serio. Quiero amar. Tú das sombra y aroma. Yo tengo mucho para dar, pero ¿a quién?
¿Sí me entiendes, verdad?


Don David quedose profundamente dormido esa tarde mientras el Señor Eucalipto lo protegía a su lado.

Al otro día Don David salió a trabajar como todos los días muy temprano. Abrió el mercado y comenzó a vender, cobrar sus rentas, intercambiar mercancías de valor como las telas, el oro y la plata.

¡Buenos días, Don David!, le saludaba la gente.

Doña Ilanit, la más joven del barrio, una señora viuda de 68 años y sin hijos, notó que Don David se encontraba diferente. Se le acercó y le saludó cortésmente. Se animó a preguntarle qué tenía, por qué estaba algo tristón.
Pero la falsa respuesta fue que nada le pasaba, que sólo era una mala percepción de ella, que estaba bien y nunca había estado mejor.
No se quedó tranquila Doña Ilanit y esa misma tarde fue a visitarlo a su casa.
Cuando Don David oyó que tocaban a su puerta pensó que ya estaba viejo y que oía ruidos imaginarios, pues nadie jamás lo había visitado.
Ante la insistencia del golpeteo decidió ir a ver quién llamaba y se tranquilizó pensando que en realidad eran golpes a la puerta, que no era por su vejez.
Se sintió tan joven en ese instante que con una sutil elegancia, apoyándose en su bastón, abrió la puerta dando una imagen tan jovial que muchos de los que leyeron esta historia, envidiaron.

Don David vio un galán lleno de energía con una sonrisa y dentadura admirables. Unos ojazos verdes como pastizal dorado iluminaron a la viuda.

– ¡Doña Ilanit, qué sorpresa verla! Qué alegría me dio escuchar como golpeaban mi puerta y más sabiendo que es usted. Adelante, pase. Dígame ¿en qué puedo servirle?

– Eso me pregunto yo, David.- Dijo la señora.

Nunca lo habían llamado David sin el apelativo de Don. Eso llamó mucho la atención del anciano.

– Hoy lo noté un tanto caído- Continuó diciendo Doña Ilanit. – Como si hubiera recibido una mala noticia o hablado con alguien o no sé qué notaba en su rostro.

– Así es Ilanit. -dijo Don David. – Usted supo interpretar mi idioma facial. Dígame señora, ¿habló usted por casualidad con mi árbol?

Doña Ilanit sabía que Don David hablaba con los árboles y por eso lo tenía como un tanto falto de juicio, pero jamás imaginó que le harían esa pregunta a ella.

– No, mi buen. Jamás hablaría con quien no oye. – Contestó Doña Ilanit mientras escondía una sonrisa inevitable.

– ¡¿No oye!? ¡¿Acaso se atreve usted a ofender a Nuestra Madre?!

– ¿Nuestra madre? Pero si no somos hermanos usted y yo, mi señor.

Y con esto, Doña Ilanit terminó de confirmar su sospecha de locura en Don David. Casi le dio lástima, aunque más le ganó la sonrisa.

– Perdón Don David, pero no logro contener mi gracia. ¿Cómo puede usted creer que yo hable con un trozo de madera? ¿Cómo se le ocurre pensar que esas cosas oyen? Usted y yo, ¿hermanos? Pero por el sol que nos ilumina Don David, ¿por quién me ha tomado? Contéstame por favor, no se quede callado.

– No es que me quede callado, sino que usted cree que si yo no le contesto es porque no la escucho. Los árboles tampoco contestan, pero sí oyen y mucho más de lo que la gente cree.
Y permítame por favor decirle que ellos, no sólo oyen, sino que también contestan. Hay que saber escucharlos. Usted piensa que ellos no saben escuchar porque nunca les habló. Me deja tranquilo al saber que el Señor Eucalipto jamás hablará con usted. Le he pedido ser muy confidente conmigo.

– ¡¿Quién?! – Preguntó asombrada la señora.

– El Señor Eucalipto, un viejo sabio de más de 200 años. Un amigo que me vio nacer. Si usted gusta, se lo presento. – Ofreció amablemente Don David -.

– ¿A quién?

– A mi amigo, el Señor Eucalipto. Ayer hablé con él – decía muy seriamente Don David – y le conté un problema. Él es el único que lo sabe y ahora usted dice que notó algo en mi. Para mi que mi amigo le contó algo, pero usted dice que ellos no oyen ni hablan. Así que no sé qué es lo que usted sabe.

– O sea que su amigo es… ¡¿un arbol de eucalipto? ¿Acaso usted cree que yo me ponga a hablar con un árbol? Don David, por el cielo que nos protege, ¿cómo puede usted creer eso?

– Muy señora mía y de mi alma: le suplico que ya no vuelva a nombrar al sol que nos ilumina ni al cielo que nos protege. ¿Cómo es posible que usted crea que un sol nos puede iluminar, un cielo nos puede proteger, pero un árbol no puede hablar? – Decía llorando Don David. Sintió que ofendieron a sus amigos.- Venga señora, antes que me arrepienta, y por favor tenga la bondad de acompañarme. Vamos a visitar a mi amigo. Tome, llévele este vaso con agua y riéguelo tantito en señal de disculpas. Acompáñeme por favor.

Doña Ilanit, que sólo quería saber el mal que aquejaba a Don David, decidió acompañarlo en santa paz. Ella no estaba interesada en el árbol, sino en el bienestar de Don David.
Caminaron juntos por un frío pasillo de techos altos. Un corredor que olía a condimentos finos. Don David con su bastón y Doña Ilanit con una ofrenda en sus manos: un vaso con agua.
Al finalizar el pasillo deslumbraba un hermoso jardín plagado de flores. Habían claveles, gardeñas, rosas, asucenas, margaritas, camelias, orquídeas, nardos y mucho más.
Las hierbas apuntaban al sol cual girasoles en verano. Las higueras frondosas movían sus hojas como saludando a la señora. Los ciruelos estrechos parecían soldados guardianes. Mientras los manzanos, naranjos y limoneros aparentaban estar en junta entre ellos platicando muy a gusto. El duraznero se esquinaba junto al chabacanero como pareja de novios enamorados en medio de un eterno beso apasionado. El aguacatero cobijaba nidos en sus ramas mientras irradiaba su refrescante sombra sobre algunas flores. El pasto emparejado invitaba a sentarse sobre él y acariciarlo como un peluche. Los pajaritos, alrededor de la fuente central, cantaban en agradecimiento a tanto paraíso.
Un inmenso árbol erigía de frente. Un árbol muy verde, muy alto, muy aromático. Con una sombra única, unas ramas en su copa que daban la apariencia de vigilar y proteger con amor y cariño a todos los que allí habitaban. Era él, el Señor Eucalipto.
Boquiabierta quedó la señora al contemplar tanta belleza, majestuosidad y perfección. Quedose parada un buen rato viendo como el sol caía mientras el aroma paradisíaco penetraba en en ella. Los cinco sentidos no le eran suficientes para tanta admiración.
Dio unos pasos y, con más gusto que pena, vertió el agua al eucalipto. Lo barrió con la mirada sin dejar ni una sola hoja sin observar. Lo tocó y acarició dulce y suavemente. Luego se dirigió a las flores y, casi de rodillas, las fue oliendo y palpando a cada una de ellas.
La ruda y el malbón olían a recién bañaditas.

– ¡Qué hermosas son ustedes! – dijo Doña Ilanit – ¿Quién como vosotras con esa paz, esa belleza y esa juventud?
Tú te ves tan bonita con tus morados de bordes amarillos. Pareces estar vestida de gala para una boda angelical. Tan tranquilas, aquí disfrutando sin problemas.

Luego se dirigió a las hierbas y las olió a todas mientras limpiaba algunas hojitas.

– Ustedes deben estar felices aquí con Don David. Se ve que las quiere mucho y las consiente.

Así estuvo Doña Ilanit casi una hora y media cuando se dio cuenta que los pajaritos abandonaron la fuente para refugiarse en los árboles, pues la noche estaba ya muy pronta.
Entonces buscó a Don David, pero se había quedado dormido junto a su amigo.
Doña Ilanit se aprovechó de la situación, se quedó algunas horas más y se fue.

Al otro día y, como todos los días, Don David vio a la señora Ilanit en el mercado y le saludó con una radiante y traviesa sonrisa.

– ¡Don David! – le llamó la viuda – Ayer se quedó dormido y ya no alcancé a saludarle. Perdón por ofender a su amigo. Me siento apenada con usted.

– No se apure, mi distinguidísima dama. Es usted muy buena y comprensiva. Hoy usted ya es otra persona.

– ¿Por qué dice eso Don David?

– Lo presiento – Contestó suavemente el anciano.

– Mire, ayer – dijo Ilanit – en lo que usted dormía, me quedé en su jardín pensando en su problema, queriendo saber cuál era la causa de su fatídica angustia. Y creo que la reflexión me llevó a comprender.
Usted se siente muy solo. Tiene un hermoso jardín y nadie que lo disfrute. Es usted muy sabio y no tiene con quién platicar. Su casa se ve muy sola y fría a pesar del intenso calor. Su soledad es muy fuerte.

Mirándola fija y tiérnamente se quedó Don David por espacio de algunos segundos mientras escuchaba atentamente las palabras de Doña Ilanit.

– ¿Quién le contó todo eso, Doña Ilanit, quién, acaso mi amigo?

– No, fueron las flores y las hierbas. – Contestó sonriente la señora Ilanit y continuó diciendo – Es usted un ser maravilloso y galán, comprensivo y atento. Ayer… Ayer yo…

– ¿Ayer qué, usted qué? Señora Ilanit.

– Pues yo sentí mucho amor… por su jardín.

– ¿Por mi jardín?

– Bueno, sí. Es que usted también…

– ¿También qué Ilanit? Dime.

Don David ya no la llamó ni señora ni doña. Hasta de atrevió a tutearla. De eso se dio cuenta Doña Ilanit y se ruborizó como una quinceañera frente a su galán.

– Pues, es que usted tan soltero y yo tan viuda y sin hijos… pensé que quizás… tal vez…

– ¿Quieres casarte conmigo?

Doña Ilanit creyó no escuchar y no creyó lo que escuchó.
No contestó nada. Sólo tartamudeó y titubeó un delicado “sí”.

Y así fue como Doña Ilanit y Don David se casaron en el jardín subliminal.

Esta hermosa historia no tiene final. Continuará siempre que alguien esté dispuesto a entender al prójimo, siempre que alguien oiga la naturaleza, siempre que hablemos con Nuestra Madre.

“Cuidemos la ecología. Tiene mucho para contarnos”.

Acerca de Rob Dagán

Mi nombre es Gabriel Zaed y escribo bajo el seudónimo de Rob Dagán. Mi pasión por la escritura es una consecuencia del ensordecedor barullo existente en mis pensamientos. Ellos se amainan un poco cuando son expresados en tinta, en un escrito. Más importante es expresarse que ser escuchado o leído, ya que la libertad no radica en hablar, sino en ser libre para pensar, analizar.

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