El manuscrito que unió a judíos y musulmanes, 4a. Parte

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Debido a que no podía viajar a Israel para ver sus nombres inscritos, se celebró una ceremonia para ella en la Embajada de Israel en París. Se le entregó un certificado honorífico y una medalla y se le informó de que tenía derecho a la nacionalidad israelí. También se le concedió un estipendio mensual de la Fundación Judía para los Rectos, una organización con sede en Nueva York que proporciona apoyo material a unos 1.300 salvadores ancianos.

“Mira me llamó a París”, cuenta Servet. Le explicó por qué no había acudido al juicio y lo atormentada que se había sentido. Servet dice que trató de consolar a su vieja amiga y le dijo que, aunque hubiese testificado, el resultado no habría sido diferente, porque el tribunal no era más que una herramienta del régimen y el régimen ya había tomado una decisión. “Mira decía que desde que dejó Yugoslavia había querido ponerse en contacto conmigo para disculparse, pero no había sido capaz de hacerlo”, explicaba Servet

Debido a que Servet era ahora la esposa de un convicto enemigo del Estado, se le confiscó su departamento y se le retiró su ración de comida. Se quedó en la calle con Munib, de cinco años, y una niña pequeña de dos y medio, Abida. La enorme y próspera familia de Dervis se mostró reacia a arriesgarse al oprobio de relacionarse con ella. De manera que Servet se fue a vivir con uno de sus parientes, un zapatero que vivía en Kosovska Mitsovitsa, en la provincia de Kosovo. Servet llegó allí con sus hijos en mitad de un brote de meningitis. Abida se contagió y 15 días más tarde murió.


Tras su liberación, a Dervis se le permitió volver a su antiguo trabajo, pero la vida no era del todo fácil. Nunca le devolvieron el pasaporte y se le negaron los derechos de ciudadanía. En 1955 nació su hija Lamija. Dervis, que entonces tenía 67 años, no deseaba tener otro hijo después de su largo cautiverio. “Él no quería, pero yo sí”, me explicaba Servet, y añadía: “Las mujeres siempre encuentran una solución”. A Lamija, 13 años menor que su hermano, se la protegió de las dificultades familiares del pasado. Munib me decía: “A pesar de que era un anciano cuando ella nació, mi hermana es claramente un reflejo de mi padre. Él se entendía a la perfección con ella”. Padre e hija estuvieron muy unidos hasta que él murió. Una cosa de la que nunca le habló fue del rescate de Mira Papo, de la misma forma que Mira nunca se lo mencionó a sus hijos. Lamija sabía vagamente que sus padres habían cobijado a una mujer judía en su casa durante el sitio de Sarajevo.

LAMIJA Y SU MARIDO SE UNIERON A MILES DE REFUGIADOS. LOS METIERON COMO A GANADO EN UN CAMPO ABIERTO

Lamija se hizo economista. Se casó con un ingeniero eléctrico que era albanés, como su madre, de Kosovo. La pareja se estableció en la capital de la provincia, Prístina, y tuvo dos niños. Hacia 1999, justo cuando los Acuerdos de Daytona contribuían a dar una apariencia de normalidad a Sarajevo, Kosovo había empezado a precipitarse hacia la guerra.La mayoría albanesa de Kosovo había sido eliminada políticamente por el Gobierno serbio, y en 1998 empezó una auténtica campaña de limpieza étnica.

En marzo de 1999, cuando la OTAN se vio obligada a intervenir, empujada por las historias de atrocidades generalizadas, y empezó a bombardear las posiciones serbias, Servet estaba en Prístina visitando a su hija. “Mi madre cogió el último autobús para Bosnia”, relata Lamija. “Le dije: ‘No quiero que tengas que pasar por otra guerra”. Tras la marcha de Servet, Lamija y su marido se pasaron días enteros hablando por teléfono y tratando de conseguir visados que les permitieran a ellos y a sus hijos salir del país. Mientras su marido llamaba a sus familiares en Suecia, Lamija se puso en contacto con Munib, que llamó a todas las puertas posibles y recurrió a sus amigos en el Ministerio de Asuntos Exteriores de París. Fue en vano. A continuación intentó evacuar a sus hijos, que tenían 19 y 16 años. Con gran dificultad se las arregló para sacarles de la ciudad.

Poco después de que los niños se fueran, el departamento de Lamija se quedó de repente sin electricidad. Luego su línea de teléfono dejó de funcionar. A través de la pared del inmueble podía oír el sonido del teléfono en el piso de al lado. Sus vecinos eran serbios, y se dio cuenta de que les habían cortado la línea debido a su etnia.

El 2 de abril, Lamija oyó a las milicias serbias llamar a la puerta de sus vecinos del piso de abajo y ordenarles que salieran. Ella y su marido se unieron a miles de refugiados que aparecían camino de la estación de tren. Se sentían afortunados por caber en un tren abarrotado (“27 personas en un vagón hecho para seis”, recuerda Lamija), a pesar de que no tenían ni idea de cuál era su destino. Al anochecer llegaron a la frontera con Macedonia. Con las prisas por desembarcar, perdieron las pequeñas bolsas que habían conseguido llevarse de su casa. Pero Lamija aún conservaba su bolso, y en él guardaba una fotocopia doblada del certificado honorífico de sus padres de Yad Vashem.

Los metieron como a ganado en un campo abierto que ya estaba ocupado por miles de refugiados. Lamija miró a su al rededor, a la gente apiñada y silenciosa cuyas botas habían pisoteado el suelo suave del húmedo prado hasta convertirlo en barro. Las condiciones sanitarias eran precarias. Lamija relataba: “Había 100 litros de agua para miles de personas. La gente se peleaba. No había comida, ni mantas, ni lugar donde cobijarse. La gente estaba enferma. Algunos, moribundos”. También corrían rumores de que había meningitis en el campo, la enfermedad que había matado a su hermana tras la guerra. Cuando cayó la noche, la temperatura bajó drásticamente. Se entregaron algunos paquetes de comida y la distribución se convirtió en una rebelión. “Las personas se los arrebataban unas a otras”, recuerda Lamija. Se las arregló para conseguir dos paquetes, pero el llanto de una anciana la empujó a entregarle uno.

Esa noche, Lamija y su marido decidieron que quedarse en el campo era demasiado peligroso. A las tres de la madrugada, aprovechando la desorganización reinante, salieron sigilosamente del campo embarrado y caminaron en la oscuridad rumbo a la frontera con Macedonia. Cuando se toparon con un soldado que vigilaba la frontera se inventaron una historia sobre un coche que habían dejado en el otro lado. Mintieron sobre la dirección de la que venían y negaron haber estado en los alrededores del campo de refugiados. Bien sea porque se creyó la improbable historia o porque sintió pena de ellos, el soldado les dejó pasar.

Desde la seguridad de la casa de un familiar en la ciudad de Kumanovo, Lamija reanudó las frenéticas llamadas telefónicas. Primero intentó contactar con sus hijos y se sintió aliviada al saber que habían logrado llegar a Budapest Pero les habían denegado la admisión en todas las embajadas a las que habían acudido en busca de ayuda. “Había, por entonces, casi un millón de refugiados de Kosovo”, explica Lamija, y tenían cerradas la mayoría de las puertas. La familia de su marido no había podido hacer nada por ellos en Suecia, y, desde París, Munib tampoco ofrecía esperanzas.

¿Por qué no acuden a la comunidad judía de Skopje y ven si pueden ayudarlos?, sugirió Munib. “¿Por qué no intentarlo?”. Mija y su marido localizaron al responsable de la

comunidad judía local y le mostraron la arrugada fotocopia que tenían gracias al testimonio de Mira Papo Bakovic. El certificado incluye una cita bíblica en inglés y en hebreo: “Cuando alguien salva una vida es como salvar al mundo entero”.

Los judíos macedonios, entusiasmados por tener la oportunidad de pagar una deuda de la II Guerra Mundial, se embarcaron en una actividad frenética de presiones. Al cabo de cuatro días, Lamija y su marido cogieron un avión a Tel Aviv; les prometieron que sus hijos se reunirían con ellos dos días después.

Llegaron a la terminal del aeropuerto Ben Gurión, cegados por la intensa luz del sol mediterráneo y por los flashes de las cámaras de los periodistas. La historia de cómo Dervis, un musulmán, había salvado a Mira, y Mira, una judía, había salvado a la hija de Dervis, resultaba irresistible para los medios de comunicación israelíes, así como para los políticos. El primer ministro, Benjamín Netanyahu, estaba en el aeropuerto para darles la bienvenida. “Hoy estamos cerrando un gran círculo en el que el Estado de Israel, surgido de las cenizas, proporciona refugio a la hija de aquellos que salvaron a judíos”, declaraba.

“¿Se sienten contentos por estar en Israel?”, les gritó un reportero. Exhausta por el viaje y el calvario que lo había precedido, echando de menos a sus hijos, nerviosa por toda esa atención inesperada, insegura respecto a su futuro como refugiada en un país desconocido y muy extraño, Lamija apenas sabía qué responder.

Entonces, en medio de todo ese caos, alguien se dirigió a ella en serbocroata. “Era una sensación agradable oír a alguien que hablaba tu propio idioma”, dice. Pero no tenía ni idea de quién podía ser el hombre que la saludaba tan cariñosamente.

Abriéndose paso a través de la multitud divisó una figura esbelta y enjuta a la que nunca había visto antes, con una mata de pelo negro y bigote. Abriendo sus brazos, se presentó, y Lamija se fundió en un abrazo con Davor Bakovic, el hijo de Mira Papo.

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