Fronteras

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Los chavales ven quizá esa película –o antes el cómic– sin saber qué se juega en lo que narra. Pero entienden su épica, de eso estoy seguro. 300 –y ahora su segunda parte, El origen de un imperio– habla de algo muy elemental en la mente humana, algo que es una de sus más imperturbables constantes: la epopeya que planta cara a la barbarie. Es la historia que narró Herodoto en uno de los más bellos textos de Occidente. A esa Historia se remite, viñeta por viñeta, fotograma a fotograma, el cómic de Frank Miller y las sucesivas películas de Snyder y Murro. Y a la vida legendaria que el pueblo griego se forja en torno a las Termópilas y a Salamina: la frontera que marca el propio ser ante las irrupciones bárbaras.

“Frontera” llama, en 1732, el Diccionario de Autoridades a la “raya o término que parte y divide dos Reinos, por estar uno frontero al otro”. “Frontero: lo que está puesto y colocado enfrente de otra cosa”, lo que a ella se contrapone, física como simbólicamente. La línea fronteriza delimita siempre, en las cabezas humanas, un territorio bárbaro, de cuyo asedio buscan defenderse –como en lo material, en lo simbólico– quienes mediante su trazado cobran consciencia cierta de sí mismos. “Bárbaro”, claro está, significa, desde los griegos que forjaron término y concepto, aquello que no habla nuestra lengua, no metaforiza realidad a nuestro modo, no fija convenciones de similar sentido a aquellas en las cuales convenimos en darnos mundo propio. La frontera es inviolable, porque en ella se juega la inconsciente identidad de aquel que la alza. O inviolable o borrada: no hay fronteras a medias. De eso habla Herodoto: de absoluta distinción entre el griego y el persa. Mundos ajenos, cada uno de los cuales aparece monstruoso al otro, mundo de la libertad ciudadana ante mundo de la absoluta autoridad de un poder sagrado. Y la Roma desmigajada, cuya elegía final milimetrará Edward Gibbon, habrá de ser, muchos siglos después de Salamina, la majestuosa lección de historia en la cual leemos qué sucede cuando ya de lo que fue una nación no quedan más que leyenda apolillada y polvo. Mucho antes de que el primer guerrero de Alarico entrara en Roma, la Ciudad era ya bárbara.

¿Qué frontera se cierra en Melilla, en Ceuta, como en toda la raya del Mediterráneo? No la de España, desde luego. La de Europa. Puesto que no hay, pasada esa barrera, marcas de distinción dentro del Continente. La barbarie de la cual excluye su razonable paraíso el europeo es la de un continente, el africano, sin horizonte alguno –ni material ni simbólico– de atisbar una racionalidad moderna. En lo económico. En lo político. En las dispersas configuraciones de lo religioso.


Europa es una isla de abundancia, al otro lado de cuya frontera sur no hay más cultivo que el de la miseria. Frontera y beligerancia son lo mismo: lo que enfrenta a aquellos que anhelan tomar ese supuesto cielo por asalto con quienes no tienen deseo de donarlo. No hay benevolencia que pueda borrar ese conflicto de intereses. Sólo leyes que puedan acotarlo, reducirlo a sus formas menos crueles. Por eso es tan imprescindible legislar con claridad las normas fronterizas. En Europa. Y aplicarlas sin excepciones. Porque no hay frontera que no sea despliegue de violencia medida. Suprimir la segunda, sólo es posible una vez que se haya suprimido la primera. Lo cual es, con exactitud, lo mismo que suprimir  las naciones. Las cuales son paradigma de la sociedad moderna: en lo económico igual que en lo político.

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