Infidelidad

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“No cometerás adulterio” (Shemot 19:13)

No hay nada más inmoral que el adulterio. Al menos así lo indica una reciente encuesta realizada por la empresa Gallup. Más aún que la clonación humana o el suicidio, la infidelidad (con un 91% de desaprobación) es vista como la actividad lícita más despreciable por los 1535 individuos encuestados.

En una época de creciente permisividad sexual, no puede dejar de llamar la atención la persistencia de este último tabú. Más aún, la desaprobación de la infidelidad se ha casi duplicado en los últimos 40 años, cuando solamente la mitad de los encuestados opinaban que la infidelidad era siempre reprochable. ¿A que debe atribuirse tan curiosa tendencia? ¿Por qué la aprobación de la infidelidad no ha ido en el mismo sentido que la creciente aprobación del divorcio, el matrimonio homosexual o la maternidad fuera del matrimonio?


Primero, un poco de historia. Alfred Kinsey, padre de la sexología moderna, encontró hace ya más de medio siglo que al menos la mitad de los hombres y un cuarto de las mujeres habían sido infieles antes de cumplir los 40 años. En las décadas siguientes el número de mujeres infieles aumentaría paulatinamente hasta llegar muy cerca de los porcentajes masculinos, arriba del 60% según varios estudios en los Estados Unidos.

Ser traicionado parecía haberse convertido en una experiencia humana compartida. Interesantemente, a pesar de su frecuencia, el engaño es generalmente vivido con gran intensidad, generando reacciones de enojo, pánico, incredulidad y destructividad. Para muchos, ser engañado será el episodio más doloroso y traumático de sus vidas, requiriendo de un largo y profundo duelo. Incluso aquellas parejas que eligen seguir adelante después de una infidelidad, deben trabajar arduamente para recuperar la confianza perdida y, en la mayoría de los casos tienen que aceptar la muerte de la inocencia original para reconstruir el vínculo con base en nuevos acuerdos.

Por estas dos razones (alta frecuencia y gran intensidad emocional)  la infidelidad ha pasado a tomar un lugar de preponderancia en el ámbito especializado y la sociedad en general. Muchos podrán olvidar el papel decisivo de Bill Clinton en la resolución del genocidio serbio en Kosovo, pero pocos olvidarán su affaire con Mónica Lewinsky. Anna Karenina Madame Bovary, cuya temática se desarrolla en torno de la infidelidad de estas dos mujeres, fueron considerados los dos mejores libros escritos en toda la historia por un estudio publicado por la revista Time en 2007.  En 2015 un grupo de Hackers robó y publicó la información personal de 37 millones de usuarios de la red social Ashley Madison, orientada a contactar hombres y mujeres casados en búsqueda de una relación extramatrimonial. 37 millones de personas es más que la población total de Canadá y 5 veces más que la población de Israel.

Además, el debate en cuanto a qué es considerado infidelidad es cada vez más complejo y la tecnología ha jugado un papel preponderante en ello. Redes sociales, pornografía, citas online, avatares o reencuentros con viejos amoríos, todo está ahora al alcance de nuestro dedo pulgar. Los límites de la fidelidad son cada vez más borrosos.

Algunos observadores opinan que simplemente hemos pedido demasiado del matrimonio. Esther Perel (2007) y Michel Sheinkman (2005), por ejemplo, sugieren que la institución matrimonial contemporánea tiene que proporcionar a la pareja una serie de necesidades que previamente eran provistas por una red social mucho más amplia. Ante la creciente secularización de occidente y el continuo desarraigo de comunidades en favor de un estilo de vida más individualista, el matrimonio ha sido sobrecargado con expectativas tan variadas (y en ocasiones, contradictorias) como proveer seguridad, pertenencia, estabilidad, novedad, deseo y pasión a sus miembros. Pero seguridad y novedad, explican estas autoras, tienden a ser muy malas compañeras. La familiaridad y la rutina suelen proporcionar estabilidad, pero pueden ser catastróficas para el deseo.

El fin del amor romántico, por cierto, es otro factor que debe agregarse a la ecuación. Lo que surgió como un modelo de afecto centrado en la exclusividad, la incondicionalidad, la perdurabilidad y la renuncia (es decir, el amor cueste lo que cueste), fue herido de muerte por la revolución sexual de segunda mitad del siglo XX. La reivindicación del placer corporal como valor inalienable generó una grieta en el ideal romántico que ya nunca sanaría. En este nuevo mundo, el amor pasaría a ser condicional y temporal, y la renuncia dejaría de ser un valor para convertirse en un nuevo tipo de traición: la traición a uno mismo.

Aquí, precisamente, radica la respuesta a nuestra pregunta original (¿Por qué la infidelidad es cada vez más condenada moralmente por la sociedad liberal?). En este mundo post romántico, donde la perdurabilidad del matrimonio ha dejado de ser un valor para el 70% de los encuestados por Gallup, la traición parece ser especialmente censurable. Hasta hace un par de décadas el divorcio era socialmente condenado y la premisa de “luchar por el matrimonio” incluía la idea de aceptar situaciones difíciles, entre ellas la posibilidad de enfrentarse a terceros indeseables. Pero en un mundo dónde la libertad de salir del matrimonio es cada vez mayor -con acuerdos económicos prenupciales, custodia compartida de los hijos y nula reprobación social- la infidelidad parece cada vez una opción más inaceptable.

Así, contrario a lo que se dice comúnmente entre los círculos conservadores, no creo que estemos frente a una situación catastrófica para la pareja. Si bien la cultura de lo desechable ha permeado incluso a las relaciones más íntimas, también es cierto que vivimos un momento de inesperada honestidad. La idea de abandonar un matrimonio insatisfactorio me resulta más coherente que la de involucrar terceras partes para hacerlo más llevadero.

Por ello, más que preguntarnos cómo fortalecer la institución matrimonial, debemos buscar cómo hacer de la vida en pareja algo más satisfactorio. Así, en lugar de una prisión, el matrimonio puede ser una verdadera elección natural.

Un buen lugar para comenzar es la paradoja presentada por Sheinkman y Perel. Los miembros de la pareja deben aprender a cuidar el delicado balance entre novedad y seguridad. La pareja judía, por ejemplo, cuida sagradamente de este balance apegándose al cuerpo de leyes conocido como Taharat Hamishpajá (leyes de pureza familiar), que prevé periodos de separación física entre cada reencuentro sexual. La acumulación del deseo, sugiere el Talmud, es fundamental para mantener la sensación de novedad que puede ser tan fácilmente sofocada por la rutina.

¿Tiene acaso la sociedad occidental herramientas para mantener dicho equilibrio? ¿Podría acaso aprender del modelo judío? Solo el tiempo lo dirá.

Acerca de Jonathan Gilbert

R. Jonathan Gilbert es Terapeuta Familiar y de Pareja. Es fundador de Biná, Instituto dedicado a la investigación e integración de las enseñanzas judías en la práctica psicoterapéutica.

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