La reedición de “La destrucción de Kreshev” de Isaac Bashevis Singer (Polonia, 1904- EEUU, 1991), Premio Nobel 1978, por Cuadernos del Acantilado, ha sido todo un hallazgo, más aún con la extraordinaria portada del símil del pintor suizo Johann Heinrich Füssli (1741-1825) “La pesadilla”, también conocida como El íncubo.
Esta pequeña nouvelle, que se agrega a la enorme producción ensayística, ficcional y de cuentos para niños de Singer, alude -como siempre- a su país natal de referencia (Polonia), más concretamente a la comunidad judía y sus costumbres que nunca pudo olvidar en el exilio y que tan bien logró plasmar en sus diferentes obras. Hijo y nieto de rabinos, vivió en el barrio judío de Varsovia hasta 1935, fecha en la que emigró a Estados Unidos (aunque en Varsovia suelen recordar que se ausentó muy rápidamente).
Escrita en primera persona asistimos a las declaraciones del demonio que ha decidido desestabilizar una aldea polaca de Kreshev, a orillas del río San, que vivía de manera muy armónica en medio de bosques y sin pecados.
La llegada al lugar de un rico comerciante, con su esposa enferma y una hija joven y bella cambia el rumbo de los acontecimientos, guiados por la implacable decisión de Satán, a quien vemos y escuchamos manipular sus designios, hasta el trágico final.
La tranquilidad de los comienzos, que gira en torno a la sinagoga, el mercado y el villorrio es alterada; todo cambia, incluido el tono narrativo, ya que al acercarnos a los personajes y conocer su problemática, comenzamos a entender lo que está ocurriendo y la voz narrativa nos va involucrando en los hechos, más allá de las anécdotas.
La joven Lise reúne las más peligrosas cualidades: belleza y afán de conocimiento. Quiere saber y leer todo, ante la mirada aterrada de su madre que le augura un futuro de lectora solterona, porque nadie querrá casarse con una mujer que sabe tanto. En ocasiones, las exageraciones sobreabundan y hacen pensar mal del rabino (Reb Búnim), ya el amor que profesaba por su hija era tal, que no cejaba de admirarla en calificativos ni extravagancias, a tal punto que “más de una vez había sentido envidia del afortunado joven que lograra hacerla su esposa”. Todas estas expresiones grandilocuentes apuntaban a preparar esta hija para el casamiento, ya que ése era el destino de la mujer.
Se observan las costumbres internas de la comunidad, para las jóvenes en edad de casarse y cuando Lise finalmente acepta el marido que le ofrece su padre, se convulsiona el resto “mientras todas las muchachas de Kreshev envidiaban su felicidad, ella padecía crueles tormentos el día de su boda”. Sin embargo Satanás logró lo suyo. El marido le enseñó una serie de obscenidades, no sólo de los libros sino en cuerpo y alma, con el lema de “el pecado purifica”.
Extrañas revelaciones fueron cambiando a la joven y a la aldea, que viró su perfil, la muerte de la madre, el viaje del padre, las cosas fueron cambiando, la aldea fue otra y la joven virtuosa se fue alejando del camino recto.
El hogar del Rabino fue otro, Mendl, el sirviente, era el único con acceso, pero cosas extrañas ocurrían. Luego de desafiar las Sagradas Escrituras, la comunidad se le sublevó y no la perdonó a Lise “las mujeres, como es sabido, traen consigo, muchas desgracias” (p. 7). Cuando el padre regresó se enteró de la tragedia.
Sin embargo, esta aparente anécdota requiere hurgar entre líneas, para detectar la otra historia que va más allá de la moralina, con la que intenta asustar Satán. Cuando leemos: “Soy capaz de conseguir que se alejen del Creador y se hagan daño a su propio cuerpo en nombre de alguna causa imaginaria”, estamos escuchando la voz intimidante para influir sobre una masa sin voz y sin pensamiento, o bien cuando expresa “yo sólo tengo poder sobre aquellos que se entregan a imaginarios y cuestionan designios divinos …” de corte similar. Estamos ante una advertencia capaz de sancionar un adulterio para la hija del más rico del pueblo (porque los pobres le aburren al Maligno).
La voz omnisciente cargada de ironía y omnipotencia aparenta ser la de un narrador diabólico que sentencia y marca los límites del pecado, pero invita a una doble lectura por su mismo carácter represivo.
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